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Estados Unidos ¿ya no es un país excepcional?

Es sumamente peligroso animar a la gente a considerarse excepcional, cualquiera sea la motivación”. Lo dijo Vladimir Putin, presidente ruso, en su artículo publicado hace pocos días por el New York Times.
El hecho más interesante que surgió en el subsiguiente debate sobre “el excepcionalismo norteamericano” es que la frase fue forjada, por primera vez, por el antiguo predecesor de Putin, Joseph Stalin. Sus orígenes se remontan a 1927, cuando un prominente comunista norteamericano, Jay Lovestone, sugirió que el capitalismo estaba tan avanzado en Estados Unidos que impediría una revolución comunista en ese país. Stalin no aceptó nada de eso y atacó “la herejía del excepcionalismo norteamericano” afirmando la inevitabilidad histórica del triunfo del proletariado de Marx.
El tiempo no ha sido bondadoso con el marxismo. Aún así, la cuestión subyacente permanece: ¿Es el excepcionalismo norteamericano una mera frase de autofelicitación o una realidad demostrable? Las pruebas son ambiguas.

Libertad y seguridad

Si examinamos las encuestas de opinión, no se puede pasar por alto la singularidad de algunas actitudes norteamericanas. Una pregunta habitual pide que se juzgue qué es más importante: “la libertad para perseguir los objetivos de la vida sin interferencia del Estado” o “las garantías del Estado (de que) nadie esté necesitado”. Por un margen de un 58 contra un 35 por ciento, los norteamericanos favorecen la libertad por sobre la seguridad, informa una encuesta Pew de 2011. En Europa, la opinión es la opuesta. Los alemanes valoran las protecciones por sobre la libertad, 62 contra 36 por ciento. Los resultados fueron similares en Francia, Reino Unido y España.
O tomemos el libre albedrío. Los norteamericanos creen tenerlo; muchas otras nacionalidades lo desechan como una ilusión. Otro rubro de la encuesta pregunta si el encuestado está de acuerdo o en desacuerdo con la afirmación de que “el éxito en la vida está determinado por fuerzas fuera de nuestro control”. En la encuesta Pew, el 72 por ciento estuvo de acuerdo en Alemania, el 57 por ciento en Francia y el 50 por ciento en España. En cambio, sólo el 36 por ciento de los norteamericanos estuvo de acuerdo en 2011, aún cuando el país sufría la Gran Recesión, que perjudicó a millones de personas y que estaba fuera de su control.
Históricamente, el experimento norteamericano fue excepcional, como muestra el historiador y comentarista conservador Charles Murray en un elegante ensayo publicado por el American Enterprise Institute. Estados Unidos, escribe Murray, fue “la primera nación del mundo en traducir una ideología de libertad individual a un credo de gobierno”. Se pensaba que las democracias eran “impracticables e inestables”. Sólo las monarquías, que a menudo se adjudicaban autoridad divina, podían imponer un orden social. Incluso Gran Bretaña, cuyos ciudadanos gozaban de derechos políticos limitados, se adhirió a ese precepto central.
En cambio, los norteamericanos creían que el poder de gobernar derivaba de los gobernados. La celebración de Lincoln, en el Discurso de Gettysburg, de un “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” parece ahora un adorno retórico. Pero para los norteamericanos de aquella época, la supervivencia de un gobierno tal era una obsesión. Hacía que Estados Unidos fuera especial.

“Todos iguales”

Lo que también hacía especial a Estados Unidos eran sus creencias básicas, comenzando con “todos los hombres son iguales.” En otros países, reinaban jerarquías económicas rígidas. El nacimiento determinaba, a menudo, el destino. La ciudadanía dependía de la etnia, la herencia, la religión. En Estados Unidos, el éxito y la ciudadanía eran abiertos. La igualdad no se refería a los resultados, escribe Murray, sino a “la dignidad humana”, rechazaba la noción de que “sólo unos pocos superiores podían obtener una felicidad significativa”. El individuo -y el esfuerzo individual- importaba.
Con buenos motivos, la mayoría de los norteamericanos pensaba que sus creencias eran superiores. Lo que le duele a Putin (y también a muchos norteamericanos) es que Estados Unidos ha utilizado ese sentido de superioridad moral como pretexto para echar su peso en el mundo. La verdad es más complicada. Las intervenciones de Estados Unidos en el extranjero también reflejaron lo percibido como interés propio, mientras las reservas morales a menudo justificaron el aislacionismo: No se inmiscuyan con los locos extranjeros. La reacción hostil de la población a la propuesta del uso de fuerza militar en Siria sugiere que el aislacionismo podría estar en ascenso.
Murray cree que el excepcionalismo norteamericano se está erosionando. Los valores norteamericanos -la igualdad, la democracia- se han propagado al exterior. Los norteamericanos no confían en su gobierno, pero la preferencia de los Fundadores por un gobierno limitado ha desaparecido. En los primeros 40 años de la nación, los gastos federales nunca, excepto en tiempo de guerra, excedieron el 4 por ciento de la economía, expresa Murray. Ahora, normalmente llegan al 20 por ciento. El estado de bienestar social de Estados Unidos se parece al europeo.
También existe un amplio consenso de que los ideales nacionales a menudo se violaron (la esclavitud y la discriminación racial son los ejemplos más evidentes). En verdad, los mismos norteamericanos parecen cada vez más escépticos sobre el excepcionalismo. La encuesta de Pew de 2011 pedía una reacción a esta afirmación: “Nuestro pueblo no es perfecto, pero nuestra cultura es superior”. Sólo aproximadamente la mitad de los encuestados estuvieron de acuerdo, aproximadamente la misma cantidad que los alemanes y españoles. Es significativo que el 60 por ciento de los norteamericanos de 50 y más años estuviera de acuerdo, mientras que sólo el 37 por ciento de los de 18 a 29 años lo hizo.
Aún así, estos presagios pueden ser exagerados. Comparados con muchos otros pueblos, los norteamericanos son más optimistas, más individualistas, más confiados en el progreso. Lo que el difunto historiador Richard Horfstadter dijera una vez sigue siendo cierto: “Ha sido nuestro destino como nación no tener ideologías, sino ser una ideología”.

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