OPINIÓN

Eusebio Marcilla: medio siglo después

Me acerca medio siglo, apenas. Nada. Cuando una sensación de vida penetra en el espíritu, se mantiene fresca, joven. Es imposible que envejezca. Y yo veo todavía a Eusebio, entero, hoy a cincuenta años exactos de su muerte, mientras corría la Vuelta de Santa Fe. Sin golpear contra aquella columna en Recreo, a la que muchos lo suponían abrazado, como urgido por otra diligencia en otro mundo.
En realidad, y creo no estar equivocado, Eusebio, una figura consular del Turismo Carretera de siempre, pareció marchar para quedarse. Para instalarse definitivamente en las buenas memorias y desde allí contarnos una y otra vez (para que lo aprendiéramos) que la dignidad no tiene precio. Que no hay plata que pueda pagarla. Y que el amor le gana siempre a la muerte. Porque el amor es vida. Aunque esté teñido con la sangre que se escapa porque -temerosa- no sabe que el espíritu no puede ser eliminado.
La historia de Eusebio Marcilla, la de sus obsesiones por correr, la de sus ilusiones por competir, descansaba en la solidez de la convicción bien entendida. Todavía entonces la vida no tenía las urgencias de la rivalidad emponzoñadas por el dinero. Eusebio conocía muy bien el exacto valor de la moneda. La consideraba una pieza útil únicamente para el comercio. Pero sucia y bastarda para manejar el pensamiento.
Sus convicciones no tenían precio. Él corría llevando el nombre de su pueblo, que estaba por encima de cualquier bandería política. Y una vez más aclaro que no disminuyo a Junín diciendo pueblo, porque así siento más grande a Junín. Entonces y ahora. A Junín y a su gente que tuvieron la infinita gracia de disfrutar de Eusebio. De compartir sus sueños. De comprender que aquellas letras blancas sobre el fondo negro del techo del Chevrolet número 4 para la memoria sin fatigas de las gentes seguirá avanzando sus cromados, sin detenerse nunca.
 
Ganador, aunque no fuera campeón. ¿Necesitaba serlo?
 
Eusebio compartía sanamente. Fue un muchacho con una personalidad rotunda, decidida. No lo alcancé a tratar tanto como lo hubiera querido, pero ni siquiera la distancia trastornaba una imagen que denunciaba su impecable conducta. Y fue un ejemplo.
No por nada, José Pedroni, el humilde gran poeta de Esperanza, abandonaría un momento sus sueños de poemas para tenderle a Eusebio las eternas estrofas recordando al Caballero del Camino: "...vino a morir a mi provincia, atravesó mi pueblo, iba tan rápido a su fin, que nadie pudo verlo...".
Ahí lo tiene a Eusebio. ¿No lo distingue? ¿No lo está usted viendo a Eusebio correr hacia su fin? Es como una metáfora que ni siquiera Pablo Neruda hubiera podido mejorar desde la soledad de su retiro, entre las aguas.
El caballero está ahí, para quedarse. Para continuar viviendo mientras viva el mundo. Para continuar corriendo los autos. Para seguirlo viendo, aunque parezca haberse ido. Que no es cierto. Porque Eusebio está con nosotros y con su pueblo...
El muchacho nacido en Junín entretenía sus primeros sueños en el taller. El taller de campo es el recinto más parecido a la capilla de una iglesia de campo. Generalmente, se habla en voz baja. Casi siempre, se tienen las manos limpias, aunque parezca que las manchan la grasa y el aceite. Embalsamadas por la nafta que alimenta la esperanza.
Eusebio se lanzaría al mundo de la velocidad por los caminos cuando el automovilismo argentino se movilizaba en la gigantesca aventura del GP Internacional del Norte. Aquel que ganaría el verde Chevrolet de Juan Manuel Fangio con el número 26. El coche de Junín, con el número 80, no terminaba la carrera, pero paradójicamente, el Caballero del Camino empezaría a comulgar su modestia con la modestia del muchacho de Balcarce que ganaba.
Eusebio recibiría su primera bandera a cuadros en la cinematográfica Mil Millas del 40, cuando se clasificaba 14°. Y enseguida empezaría su contacto con las mariposas de la historia. Porque cuando al insistir por tercera vez ganaba las 12 horas de Rafaela, recuerdo que todas las crónicas hablaban de las mariposas que con él cruzaban la llegada, mezcladas con el polvo del camino apresado por árboles densos de robustos, la roja sangre de la muerte de Gancedo y un sol que quemaba los sesos, de insolente.
Un Chevrolet negro empezaba allí también a hacer su historia. Un muchacho de Junín le decía al mundo que él no modificaba sus convicciones, ni siquiera al emparentarse con la gloria. Para él, la gloria era una prenda codiciada, pero no se turbaba su entusiasmo ni deliraba su sentimiento. La convicción podía más. Y no se lo podía ocultar ni esconder ni borrar. Aunque disfrazaran su nombre. Aunque lo llamaran como un número...
Eusebio parecía ser un preso sin nombre para el cultivo de una política falaz sostenida por mentalidades enanas que no le llegaban. Ya pensaba yo entonces que a Eusebio no lo compraban ni las prebendas, ni los permisos discrecionales, cuando corrían días grises de obsecuente zalamería torturando la patria.
Eusebio seguiría hasta el final difundiendo la leyenda de su patria chica, a la que volvía grande en la soledad de los caminos, como cuando en la Caracas de la ofrenda y del recuerdo abandonaba la carrera buscando darle calor al pobre Daniel Urrutia, que estaba muerto entre sus brazos. Entregándole el calor de una amistad que superaba a la misma muerte. Después, no importa nada. Ni siquiera el medio siglo que hay me importa. Nada. Únicamente se sabe que Eusebio encaró el supuesto final con entereza. Sin temor. Sabiendo lo que hacía.
El poeta lo ve marcharse, pero no desespera. Y canta: "...él pasó con su ráfaga a morir/con muertas mariposas en el pecho..."
Las mariposas muertas acompañan a Eusebio de Junín. Y lo mantienen vivo. Un milagro. Un milagro, como Eusebio.


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