sismo en grecia
Un sismo con más de 50 víctimas fatales calmó los ánimos entre griegos y turcos, siempre belicosos entre sí, pero esta vez al punto de llegar a las manos.
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Grecia: entre las consecuencias de la pandemia y las provocaciones turcas

Será casualidad, pero fue necesario un sismo telúrico para calmar los ánimos entre griegos y turcos, siempre belicosos entre sí, pero esta vez al punto de llegar a las manos. Fue el 30 de octubre de 2020 cuando la tierra tembló en grado 7. Produjo 49 víctimas fatales y daños materiales de envergadura en Esmirna, Turquía, e inundaciones que causaron dos muertos en la vecina isla de Samos, Grecia, a solo 1,5 kilómetro de la costa turca.
La tragedia hizo bajar los decibeles en una disputa que viene de lejos. Se la puede considerar como tal desde la caída de Constantinopla –la actual Estambul- en manos del Imperio Otomano, en 1453, hace ya 567 años.
Al mar y al gas
La animosidad greco-turca –paradójicamente ambos países miembros de la alianza militar Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), aunque ninguno es ribereño- incluye aquello de “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”.
Así el 2020, comenzó con una visita a Atenas del auto titulado mariscal Jalifa Haftar de Libia que gobierna de hecho la parte oriental del país norafricano. Haftar guerrea contra el gobierno de la parte occidental del país sostenido por Turquía. Ergo: Haftar es un amigo para los griegos.
Solo 48 horas después de transformar en mezquita a la basílica de Santa Sofía en Estambul, hecho que causó una viva reprobación en Grecia, el gobierno turco anunció, a través del sistema de información marítima internacional Navtex, su decisión de proceder a analizar sísmicamente una zona marítima al sur y al este de la isla griega de Kastellorizo.
¿Dónde queda Kastellorizo? En el Dodecaneso, en el Mediterráneo Oriental, a solo tres kilómetros de las costas turcas. Forma parte de la región de Rodas. Poblada por griegos, eran 15.000 en 1900, hoy apenas superan los 450 habitantes tras la emigración particularmente a Australia. La isla quedó integrada a Grecia al término de la Segunda Guerra Mundial.
Tras el anuncio, el barco sismográfico Oruc-Reis comenzó su exploración en una zona cuya soberanía es solo en una tercera parte turca y en dos terceras partes griega. Para el gobierno turco se trata de una anomalía que la isla situada a tres kilómetros de Turquía y a 580 kilómetros de la Grecia continental, otorgue soberanía marítima a Grecia. Fundamento por el cual rechaza dicha soberanía griega sobre el mar aledaño.
Obviamente, se trata de una manipulación del derecho internacional público. Primero, porque Kastellorizo forma parte efectiva de Grecia y, por ende, genera derecho sobre su superficie marítima inmediata. Segundo, porque medir así la distancia frente a Grecia es una arbitrariedad. A Rodas –parte de Grecia-, la distancia se achica a 190 kilómetros.
Turquía cuenta con todo el derecho para intentar cambiar este estado de cosas. Derecho que no incluye la fuerza. Pero el gobierno del presidente Recep Tayyip Erdogan hace caso omiso de  consideraciones legales y pacíficas.
A su voluntad guerrera en Siria y Libia, suma el Mediterráneo Oriental con Grecia, en particular. Es que no cabe otra interpretación para el despliegue alrededor del Oruc-Reis de dieciocho navíos de guerra turcos y de dos aviones F-16 que sobrevuelan la zona.
¿Qué busca el Oruc-Reis? Gas y petróleo. El descubrimiento de hidrocarburos en las costas chipriotas –cuya tercera parte ocupa el Ejército turco desde la invasión en 1974 en la, solo reconocida por Turquía, República Turca del Norte de Chipre- relanzó el interés turco por la zona.
 
Los refugiados
Punto y aparte para otro de los contenciosos que enfrentan a Grecia y Turquía: la cuestión de los refugiados. Algunos –la mayor parte, como los sirios, son personas desplazadas por la guerra civil que comenzó, y aún continúa, en 2011. Otros son mixtos, es decir desplazados por conflictos de diverso origen pero con una decisión que no elude razones económicas. Por último, buena parte solo pretende una vida mejor en un país desarrollado.
Dijimos sirios pero también deben contabilizarse iraquíes, afganos, pakistaníes, srilankeses tamiles y bengalíes. Todos ellos convergen en Turquía, última escala asiática antes de intentar ingresar a Europa. No son diferentes, claro, de los africanos que cruzan precariamente el Mediterráneo. Ni de los centroamericanos que avanzan a pie hacia los Estados Unidos.
Pero Turquía es una barrera. Una barrera paga. Una barrera que recibe financiamiento europeo para contener los refugiados que se agolpan en los campamentos que los acogen. Claro que ya antes del acuerdo turco-europeo, miles de refugiados –los cálculos superan los 50 mil- lograron cruzar los estrechos que separan las islas griegas del territorio turco. A título de ejemplo, en la isla griega de Samos se superponen alrededor de 7.200 demandantes de asilo frente a una capacidad de albergue de solo 648 plazas.
Por supuesto, la cuestión humanitaria se hace presente. Los refugiados viven en condiciones de hacinamiento. A primera vista, el problema es griego y turco. Pero, a poco de profundizar, la incapacidad europea de unificar criterios frente a la cuestión de los refugiados resulta central para entender el estado de situación. Desde los que no quieren recibir a nadie hasta quienes pretenden un reparto equitativo de los demandantes de asilo, las posiciones varían casi tanto como países forman parte de la Unión Europea.
Pero, por detrás de las cuestiones sociales y económicas, los refugiados y demandantes de asilo quedaron convertidos en una herramienta política. 
Resultado: más de 10 mil personas intentaron pasar la frontera greco-turca en los primeros días de marzo del 2020. Grecia se opuso y las escaramuzas entre demandantes de asilo y fuerzas del orden griego estuvieron a la orden del día. Los europeos, que no pueden ordenar el problema, si fueron solidarios con Grecia a quien brindaron 700 millones de euros –en rigor, entregaron solo la mitad- para ayudarla a paliar la situación. Eso sí, 700 millones si los refugiados no pasan. 

Economía y política
La pandemia del COVID-19 arruinó decididamente un año que se presentaba fasto para el resurgimiento económico de una Grecia postergada tras la crisis económica que llevó al país a la cesación de pagos –default- en 2010-
La puesta a la luz de las trampas y mentiras en las que había caído el gobierno derechista de aquel entonces presidido por Kostas Karamanlis, precipitaron la debacle. Mediante mecanismos ideados por los ejecutivos del banco de inversión Goldman Sachs, el gobierno griego de Karamanlis logró ocultar el verdadero monto de la deuda externa y del déficit público.
Claro que las mentiras pueden ser creíbles por un tiempo, pero no para siempre. Cuando todo salió a la luz no quedó otro remedio que acudir a la ayuda internacional. Ayuda que siempre va a acompañada de exigencias drásticas. En particular, por la reticencia de Alemania de cargar con la factura griega.
Fueron ocho años de austeridad que recién vieron la luz al final del túnel en 2018 con un tímido crecimiento del 2 por ciento del PBI.
Dos circunstancias marcan la normalización pre pandemia: el cierre en Atenas, en enero 2020, de la oficina del Fondo Monetario Internacional –no por decreto, sino por innecesaria- y el retorno griego a los mercados privados internacionales de capital a tasas similares para préstamos a largo plazo a las que paga, por ejemplo, Italia.
Todo iba bien sí, para Grecia y para el gobierno del primer ministro Mitsotakis, pero llegó la pandemia y, en un país, donde el turismo representa junto a la industria naviera y la pesca, el principal recurso, el 2020 se presenta negativo. Los pronósticos hablan de una caída del Producto Bruto Interno del orden del 8,8 por ciento.
Desde la política interior, también el año 2020 comenzó auspiciosamente, con la elección de la magistrada Ekaterina Sakellaropoulou (64 años) como presidente de la República Helena. De brillante carrera judicial y en el Consejo de Estado, la nueva presidente es la primera mujer en asumir el cargo. Fue elegida, a propuesta del primer ministro Mitsotakis, por el Parlamento griego, como está establecido en la Constitución.

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