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Matones

Domingo a la tarde. Cada vez que paso por la cocina compruebo que el vecino, que empezó hace cuatro horas, sigue tocando música andina, bombo y quena, quena y bombo. De pronto, escucho un grito: “¡Flaco, cortala con el bombo!”. Pero, a pesar del grito, la música sigue. Segundos después, de nuevo: “¡Flaco, me tenés los huevos llenos!”. Pero, a pesar del grito, la música sigue. Unos segundos más tarde: “¡Flaco, hijo de...!”, y un insulto inigualable. El bombo entonces se detiene, y su dueño grita: “¡Si no te gusta, múdate! ¡Esta es música argentina, vendepatria, hijo de puta!”.
En fin. Yo escuché a muchas personas tocar esa música. En pueblos del norte argentino vi viejas ajadas cantando con voces extrañísimas, charanguistas ensimismados. Son gente discreta, silente. Ni ángeles ni puramente buenos, pero no usan su música como látigo disciplinador de antipatriotas: no está hecha para eso.
El discurso políticamente correcto con tétrico error de paralaje es un fenómeno de estos años. Lo ejercen también, y por ejemplo, esos urbanitas cool que se preocupan por la contaminación y promueven formas de vida amigables con el medio ambiente, pero que, a la hora de montar un restaurante, una tienda, un bar, no los montan en cualquier sitio sino en un barrio que, quince años atrás, era perfectamente tranquilo -y amigable con el medio ambiente- hasta que llegaron sus restaurantes, sus tiendas, y lo transformaron en una pampa de neón, una tundra de edificios que cuestan lo que ya nadie puede pagar y se yerguen donde antes había patios verdes.
Todos los dueños biempensantes de todas esas cosas no están dispuestos a montar sus negocios en otro lado porque, precisamente, no sería negocio. A su manera, también gritan: “¡Si no te gusta, múdate!”. Tiempos, supongo, modernos. Un poco hipócritas, también.


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