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CRÓNICA

El primer encuentro con Maradona

1994. Maradona, afuera del mundial de EE.UU, vuelve a la Argentina. Entonces, yo cubría los fines de semana partidos del ascenso en La Nacion y colaboraba en el suplemento Intercolegiales del diario. 
 Una tarde, Losauro, mi jefe, levantó la cabeza en la redacción de Bouchard y me vio en su radio de giro: "Pibe qué estás haciendo?", preguntó de cortesía, porque ya tenía definido mi destino inmediato. "Largá todo, agarrate un auto, un teléfono y parate en la puerta de la casa de Maradona. Fijate si está escondido ahí. Hacele una nota. Seguilo a donde vaya". Fin.
Una boludez para un pibe de 22 años, acostumbrado a codearse con los jugadores de la primera D, además de entrevistar a los campeones de atletismo de primer año del colegio San Martín de Tours.
Así que partí, con mi ansiedad a cuestas, y con un chofer de unos 70 años que tenía la paciencia de un oso en primavera. De un oso de peluche en primavera.
Era mediodía de un jueves y estaba en Habana y Segurola, acaso la esquina más famosa del mundo. No podía dejar de mirar su piso, su ventanal. No podía dejar de pensar que saldría Diego y me respondería 4 o 5 preguntas. No podía dejar de imaginar qué haría él allí adentro, mientras yo, aquí afuera, con el corazón acelerado, agradecía a la vida el haber sido periodista.
Los minutos pasaban sin noticia alguna. Villa Devoto, a la hora de la siesta, era como Junín en miniatura: silencio y persianas bajas. Salvo que en Devoto vivía ese héroe enrulado que gambeteó a los ingleses con una zurda endiablada. Y el héroe, de pronto, salió. Y la calma se esfumó.
Ni tiempo a bajar del auto, tuve. Yo tenía un viejo celular "ladrillo" que se escurrió entre mis manos cuando vi a Maradona cruzar el pallier de su edificio.
Llamo a Losauro. Le aviso que Maradona estaba allí y que se iba en la camioneta, una Montero negra. "Seguilo nene, seguilo!", me grita.
Corto, lo miro a mi chofer, pensando que tenía al peor piloto de tormentas del mundo. Y con él tenía que correr a Maradona. "Segui a la camioneta, métele, metele!", le ruego, deseando que Dios lo ilumine y le regale un poco de vértigo a su tarde.
No hace falta. Maradona pone primera, gira el volante y se acerca a nuestro auto. El chofer me mira; yo miro al chofer; ambos miramos a la camioneta. No decimos ni una palabra. El auto de Maradona queda cruzado frente al nuestro. El vidrio polarizado del acompañante baja lentamente. Primero veo a Claudia Vlillafañe, y frente al volante, a Maradona. Sí, ante los ojos de aquel chico (yo), frente al volante estaba Dios. Y Dios me mira, me apunta con el dedo y me dice: "Si me seguis, te meto en cana".
Sube el vidrio, acelera y se va. Sería algo así: Maradona me vio, me habló, no dije una sola palabra y se rajó.. Y yo sin nota, sin historia, sin nada. De inmediato, nos cruzan otra camioneta. Era su custodia. Y también el fin del cuento.
Volví a verlo a Maradona 11 años después, en su programa de TV, La noche del 10, cuando me lo presentó Alfredo Cahe. Ya había escrito más de 100 notas sobre él. Por supuesto que no me conoce.

(*) Vía Facebook.

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