OTRO CACHETAZO SUFRIÓ LA MÚSICA LOCAL

Tristeza por la muerte de un gran cantor juninense: Alfredo “Tito” Pette

La música juninense vuelve a estar de duelo. A la muerte reciente de Silvio Villafañe, se le agregó ayer el fallecimiento de Alfredo Enrique Pette, un brillante cantor de tango, que se lució en distintas orquestas típicas. “Tito”, como todos lo conocían, venía arrastrando distintos problemas de salud, que lo tenían en jaque desde hace algunos años. Tenía 79 años.
Ya de chico lo impresionaba el bandoneón y la viola. A los diez años, mientras estudiaba las lecciones de la primaria, escuchaba por radio los discos de Carlos Gardel, sintonizando el programa de Julio Jorge Nelson, con el libro abierto sobre el lomo de su perro. Por esa época, Alfredo Enrique Pette ya tenía decidido ser cantor. Pero amores siempre tuvo dos: además del tango, el fútbol. Y dentro del tango, su corazón: la interpretación vocal. “A mí también me gustaba jugar a la pelota. Iba al Comercial con Taqueta Barrionuevo y el petizo me llevaba a pegarle a la redonda a la que es hoy la Plaza Eusebio Marcilla, donde el Club Junín tenía una cancha con historia”, recordaba “Tito” a sus amigos del Club Alumni, con un brillo de terciopelo en sus ojos marrones, esos mismos que hicieron suspirar a más de una mujer en la época de mayor gloria de este gran “cantor nacional”, como solían definir los presentadores de orquestas típicas a los que de verdad lo eran.
Conocí a “Tito” en un concurso de cantores que organizó el Club Junín, enmarcado en la mayor seriedad, para competir con otro similar pero de estilo totalmente humorístico, llevado adelante por el Club Independiente, en aquella recordada sede social de la avenida San Martín y Paso. Habíamos estado en la pileta hasta tarde con mi amigo Néstor Villores, entrenando junto a otros nadadores, bajo la atenta mirada de un profe de excepción: Edgar Calvo. Desafiando los fastidios y contrariedades de nuestras madres, nos adueñamos de una mesa, bien cerca del lugar donde iban a empezar a desfilar los postulantes a la gloria.
No me gusta describir las bellezas masculinas y confieso que hasta casi me sería imposible hacerlo, por falta de adjetivos y de las puntualidades propias de esas descripciones. Sin embargo, reconozco que Alfredo era dueño de una facha extraordinaria, capaz de enamorar a las mismísimas Marilyn Monroe y Audrey Hepburn juntas, las divas cinematográficas más atrayentes e inquietantes de los ´60. “Tito” no soñaba con la pinta de Carlos Gardel, simplemente porque ya la tenía. Cuando empezó a cantar, recuerdo con nitidez que nos codeamos con Néstor. Es que aquella voz insinuaba un raro privilegio: no se parecía a ninguna otra. Había en ella un color crepuscular y una profundidad extraña e indefinida para entonar y colocar las palabras más simples y las más complejas.
Ese bautismo dio paso a un continuo y espectacular ascenso. Llegó poco después a la orquesta Bristol dirigida por Enrique Fusé y más tarde al conjunto “Neo Tango”, un grupo vanguardista, integrado por una base de excelencia: Carlos Buono y Oscar Velilla. El éxito no le fue esquivo, porque a partir de allí empezó a jugar en primera. Buenos Aires, la Reina del Plata, lo recibió con los brazos abiertos. Y no defraudó a la catedral del tango. Es que él era el tango. Tras peregrinar como solista y realizar distintos aprendizajes vocales, ancló en la gran orquesta típica del momento: Fulvio Salamanca, propietario de un estilo muy particular. Dejó de ser Alfredo Pette para transformarse en Pablo Cortés, vaya a saber por qué designios de “imagen”. Pero no le importó, quizá dando razón al proverbio griego: “Canta como tu propio árbol y tendrás toda la tierra”.
Ahora nada es igual a como era entonces, cuando el tango tenía en Junín una expresión genuina, con las visitas de las grandes orquestas, que uno podía escuchar (y bailar) en vivo, después de disfrutarlas por radio. Lógico, han transcurrido más de cincuenta años. No fue el paso del tiempo, sin embargo, el único motivo para los cambios de costumbres, aquí y en el país. En muy corto plazo se quemaron muchas etapas, muchos sueños y demasiadas utopías. Por ejemplo, el fin de la bohemia y la paulatina desaparición de los bares y cafés míticos.
La bohemia, que planteaba poner patas para arriba a la sociedad, con serenatas, fuelles y violas, instaurando el principio del placer nocturno y la amistad como sagrados instrumentos de la ley no escrita de un tango, un vals, una milonga, acabó con el surgimiento de la globalización. Es que esa estatización económica nos obligó a pautar la vida con la regularidad de las cuotas. El ocaso de la bohemia entronca con la aparición en masa de los electrodomésticos: televisores de distintas pulgadas, videos, TV por cable, computadora, fax, módems, zapping, internet, DVD y la cultura light del no-comer, no-fumar, no-beber, no-salir de noche. ¿Y el bar? Fascinantes fueron los cafés y los bares juninenses, allí donde se tejieron historias y diálogos a media voz, allí donde el tiempo pudo ser tan fugaz o eterno como el deseo de charlar con los amigos. Allí, en el café, con enamorados que se enamoran o dejan de enamorarse, con los intelectuales que sueñan, con los tangueros que todavía discuten a Piazzolla, con los ancianos que viajan sin más pasaporte que la imaginación. En suma, para qué seguir: el cortado como coartada, se enfría…
Es una verdadera pena que no se encuentren grabaciones oficiales o bien domesticas que recuerden a este fantástico trovador tanguero, dueño de un estilo pulcro, emotivo y talentoso. Lamentablemente, los tangos cantados en distintos lugares por “Tito” no fueron registrados, ni artesanal, ni comercial, ni profesionalmente. Hay, apenas, unas pocas cosas para rescatar, un tanto dispersas. Todo un atropello, sin duda, por el valor histórico y documental que ello representaría a las nuevas generaciones de intérpretes. ¿Es posible que alguien tenga esos tesoros escondidos? Si es así, existen potenciales millonarios de ilusiones.
Evocando a Alfredo Pette, hay tristezas pero no olvido. El lugar más común y a la vez el más contundente símbolo de su paso por el tango, es imaginarlo siguiendo al bandoneón camorrero y serpenteante, en la entonación de una canción apasionada. Y allí estará la presencia de su ausencia: esa estampa viril que lo detiene en imágenes repletas de recuerdos, donde nunca falta el cigarrillo, la paliza de gomina, las charlas de café en el Rex o en Los Mandarines, la loca bohemia de horas perdidas. Una estampa que crecía en el escenario, acompañado tanto por guitarras como por fuelles, con una voz llena de cascabeles, severa y dulce a la vez.

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