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Josefina junto a sus hijas en Junín.
NUESTRAS HISTORIAS

La vuelta al terruño: estudiaron en ciudades grandes y regresaron para vivir sin prisa

Democracia charló con jóvenes de entre 29 y 35 años que, luego de cursar carreras de grado en Buenos Aires y La Plata, decidieron volver a sus lugares de origen en busca de calma y mejor calidad de vida.

Levantar una baldosa floja y descubrir un puñado de bichos bolita, andar en bicicleta y frenar de golpe para marcar la vereda, ir a buscar la pelota a la casa de al lado, tocar timbre y correr hasta desarmarse, recortar con la mente la figura de una casa en un árbol de eucaliptus, jugar al “millón de Susana” con una pila de hojas secas en otoño, aburrirse hasta las lágrimas a la hora de la siesta, tirarse al agua sin limpiarse los pies, desparramar con saña el pasto recién cortado, ver a los abuelos con la silla en la vereda. Algo similar a eso es la infancia en los pueblos y ciudades del interior.
A los 18 empieza una vida nueva. La vida joven y en una ciudad grande, repleta de luces, de kioscos, Mc Donald’s, universidades, librerías, shoppings, cines, bares, avistaje de famosos al alcance de una mano. 

Fascina y encandila, la ciudad lo tiene todo. Pero un día, entre todo lo que brilla, aparece otra cosa: la certeza de que es posible –porque de hecho es una experiencia ya transitada en la infancia y la adolescencia- vivir de otra manera. Y de repente tener un patio en casa es más valioso que un kiosco 25 horas y dejar el auto sin llave más cómodo que la velocidad de un subte. Los cientos de personas por minuto ya no fascinan; agobian. La hora de viaje al trabajo ya no es rutina; fastidia. Entonces se elige la vuelta al terruño. 

“Es el estilo de vida que quería para mi familia”
Josefina Bozzano tiene 35 años y nació en Junín. En 2001, cuando tenía 17, se fue a vivir a Buenos Aires, donde primero compartió departamento con una amiga y después con sus hermanos; estudió abogacía y a los 33, ya recibida, casada y con dos hijas, regresó a vivir a Junín. 
“Los primeros años extrañaba mucho Junín, lloraba cuando hablaba por teléfono con mi mamá y un día me dijo ‘entonces mañana te volvés’ y yo pensé ‘¡Ni loca me vuelvo a Junín!’”, cuenta Josefina. Y agrega: “Venía los fines de semana y me iba llorando, después aprendí a pasarla muy bien en Buenos Aires, arranqué a trabajar mientras cursaba los últimos años de la carrera y en 2006 lo conocí a Javier –hoy es mi marido- que también es abogado. Me integré con la idiosincrasia porteña, la verdad es que fue una experiencia espectacular a nivel humano y a nivel profesional también, se vive en una vorágine que te enseña mucho, es muy recomendable”.
En 2012, Josefina y Javier se casaron y en 2013 nació su primera hija, Inés. “Cuando nació Inés decidí firmemente que quería volver a Junín, principalmente por la crianza de los chicos, por mayor tranquilidad, seguridad, quería compartir más tiempo con mis hijas y también quería estar cerca de mi mamá y mis hermanos”, afirma Josefina. “Si bien Javi es de Buenos Aires, Junín le gustaba, así que cuando le dije me acompañó con la decisión, en marzo de 2016 nos vinimos a vivir a Junín, con Inés de tres años y Lupe de ocho meses”, añade.


“El día que nos fuimos de Buenos Aires no podía parar de llorar, era el cierre de una etapa increíble, y apenas nos vinimos Javier estaba feliz y yo no, me agarró una sensación de inseguridad terrible por la decisión que habíamos tomado. Extrañábamos todo, desde vivir en un departamento hasta bajar y tener la verdulería abierta a las once de la noche, extrañábamos a los amigos”, recuerda Josefina. Y añade: “Por suerte vamos mucho, ya que la familia y los amigos de Javier son todos de Buenos Aires, así que aprovechamos para salir y disfrutar todo lo lindo que tiene la ciudad”.
“En Junín disfruto los momentos en que estoy en mi casa con mis hijas y Javier, jugando en el jardín de casa, cuando estoy con mis plantitas o cuando llevo a las chicas a la plaza a patinar, a la quinta de la abuela, comer asados en casa”, señala Josefina. “Después de casi tres años de haber vuelto, y estando ya todos más adaptados a la vida juninense, creo que la decisión fue la correcta, encontramos la forma de vida que yo quería para mi familia y vivimos muy tranquilos”, destaca.

“Lo bueno es que todo queda cerca”

Emilio Pena tiene 35, es arquitecto, da clases de dibujo en PC y cursó sus estudios de grado en la Universidad Nacional de La Plata entre 2001 y 2011, año en que decidió volver a Lincoln, su ciudad natal. Allí lo esperaba su padre –con quien comparte la profesión- en el estudio que sería su nuevo lugar de trabajo.
“El primer año viví en una pensión, ahí conocí a mucha gente de todo el país; el segundo año nos fuimos a vivir a una casa en el barrio El Mondongo, con mis dos hermanos, el barrio es muy tripero, un barrio hermoso”, cuenta Emilio a Democracia. Y agrega: “Estuve una década allá, en el sexto año tuve un accidente y perdí la visión de un ojo, por suerte no me impidió seguir con la carrera y ese mismo año empecé a trabajar: estuve dos años en un estudio platense y otros dos en uno de Buenos Aires”.


Emilio recuerda que cuando viajaba a trabajar a Buenos Aires su jornada arrancaba a las seis de la mañana y terminaba a última hora de la tarde. “Viajaba todos los días en colectivo, hoy lo pienso y me parece una locura”. Una semana después de recibirse, Emilio Pena volvió a Lincoln para trabajar junto a su padre en el estudio. “En La Plata es difícil ser arquitecto cuando no te conoce nadie, arrancás siendo el che pibe, el dibujante, en Lincoln ya conocían a mi viejo, tenía la mochila de ‘ser hijo de’ y debía mantener esa reputación, me vine y remodelamos el estudio, laburamos juntos y bien”.
“Extraño a mis amigos de la facultad, se extraña la movida cultural, creo que tenemos que hacer cultura en la ciudad, se extrañan los bares, museos, teatros, cine, todo eso”, relata Emilio. “Lo bueno es que todo queda cerca, cada etapa tiene sus pros y sus contras y, en la balanza, volver a Lincoln después de recibirme, tuvo mayor peso. Me he olvidado llaves puestas en la puerta, he dejado el auto abierto, la manera de vivir es diferente. Allá tenía que calcular los horarios para llegar puntual al trabajo, entre tanta distancia, a veces en toda una tarde lo único que hacía era ir al dentista”. 
Emilio reconoce que “en Lincoln cuesta conseguir materiales específicos, en Buenos Aires o La Plata está todo y hay mucha más variedad pero nos arreglamos, compramos por Internet, hay mayor alcance en ese sentido”.

La calma como geografía interior
Analía Forti es consultora psicológica y, en diálogo con Democracia, compartió su mirada acerca de por qué aquellos que un día dejaron su ciudad para ir en busca de un futuro próspero y con mayores posibilidades, luego decidieron regresar a su lugar de origen. “Salir de la calma de un pueblo, de la confianza en los vínculos entre pocos y del afecto seguro de la familia para ir a la ciudad a estudiar es, quizás, uno de los desafíos más tempranos que los jóvenes del interior del país deben afrontar; son los primeros pasos de entrada al mundo adulto y los primeros desarraigos”, cuenta Forti. Y explica: “Muchos se enamoran de las grandes ciudades y descubren que se abren nuevas oportunidades, mientras que otros toman dimensión del valor del tiempo lento y la calma de sus lugares de origen, estos últimos son los que, una vez recibidos y luego de realizar experiencias laborales, deciden regresar a sus pueblos para formar su familia y vivir en la paz del tránsito escaso, del receso obligado a mediodía, de la seguridad de caminar sin la certeza implacable de tener la vida en riesgo por un celular o una cartera”.
“Valoran la horas que transcurren lentas y buscarán criar ahí a sus hijos, lejos de la vorágine de la ciudad; regresan habiendo tomado de la gran ciudad lo justo y necesario para volver a sus raíces con posibilidades renovadas”, define Forti y agrega “la ciudad continuará rugiendo para siempre y el frenesí de las calles seguirá robándole el tiempo a otros, a esos otros para quienes el asfalto y el trajín de cada jornada es parte de su geografía interior”.

“Valoro mucho haber ido a estudiar”
Delfina De Nigris tiene 29 años y vive en Chacabuco, su ciudad natal, a la que volvió en 2014, luego de haber estudiado en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. 
“A los 18 me fui a vivir a La Plata y cuando terminé de cursar la carrera de periodismo empecé el Profesorado de Comunicación, un año después comencé a trabajar en Buenos Aires y esa experiencia me sirvió para darme cuenta de que no quería vivir de esa manera, esperando colectivos”, afirma Delfina a Democracia. “A los 25 años me volví a mi pueblo porque salían unas horas de Comunicación y las pude tomar, de a poquito me fui metiendo en las escuelas de Chacabuco, los primeros años también trabajé en una radio y en un portal de noticias”, añade. 
Actualmente Delfina tiene cuatro trabajos, por la mañana atiende un comercio, por la tarde da clases en una escuela primaria y en una secundaria, y por la noche en un instituto terciario. Además, coordina un taller de radio para adolescentes. Delfina recuerda que al tercer día de haberse ido a La Plata, situaciones familiares pusieron las cosas complicadas. “Fue muy difícil, nunca pude quedarme muchos fines de semana allá, creo que mi récord fue un mes y me pareció una eternidad”, señala Delfina. Y agrega: “Me costaba volverme a La Plata pero nunca dudé en seguir estudiando, aunque extrañaba horrores, fue algo que nunca me permití sentir y siempre recordaba una frase que me había dicho mi papá, en ese momento no le encontraba sentido: ‘la mejor etapa es la de ser estudiante universitario’”. 


Delfina nunca pensó en quedarse a vivir en La Plata pero tampoco estaba segura de volver a Chacabuco. “Estaba cansada de trabajar en Buenos Aires y cuando me enteré de estas horas en secundaria decidí probar suerte, llegué y me quedé acá sin pensar dónde iba a vivir, ni con quién, ni qué iba a pasar más adelante”, indica Delfina. Y amplía: “Con el tiempo fueron surgiendo diferentes propuestas laborales y me fui animando”. 
“De La Plata extraño a mis amigas, a mi hermano que todavía estudia allá y la Facultad, para terminar el profesorado viajé un día por semana durante un año y volvía fascinada porque es un lugar que a una le abre la cabeza, la riqueza del intercambio con mis compañeros, las vivencias en cada viaje me hicieron valorar mucho más la oportunidad que había tenido: haber podido ir a estudiar lo que yo quería”.

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