None
LA COLUMNA INTERNACIONAL

El “faraón” Morsi, entre la iniciativa política y la hora de la negociación

El cuasi estado de secesión en Mali, las operaciones militares rebeldes en la República Democrática del Congo -ex Congo belga- pero, por sobre todo, la situación de contestación popular en Egipto, concentran, por estos días, la atención sobre el continente africano.
Si lo de Mali es el resultado del imperialismo francés que trazó las fronteras en sus ex colonias sin consideración alguna por la voluntad de los pueblos, lo del Congo tiene que ver con un estado anarquizado, mientras que lo de Egipto representa la durísima etapa de un advenimiento democrático en un país que solo conoció dictaduras desde hace sesenta años.
Con raras excepciones, África es un continente que se encuentra muy lejos de una deseada estabilidad. Las crisis estallan una tras otra en los más de cincuenta estados independientes que lo componen. Todas ellas suelen ser violentas. Todas dejan muertes como saldo.
Casi siempre, el camino elegido para contenerlas consiste en autoritarismos que gobiernan con mano de hierro hasta que abusos y corrupción conducen a una contestación, muchas veces armada, que abre paso a procesos de guerra civil, golpes de Estado, luchas étnicas y retrocesos en materia de derechos humanos y libertades públicas.
Con bajo desarrollo económico y social, las sociedades africanas se dividen entre elites que disputan el poder y se suceden a sí mismas para apoderarse, en beneficio propio, de los recursos del país en cuestión, por un lado, y masas miserables -urbanas o rurales- que viven al margen del Estado. Un cóctel explosivo que hace de esas sociedades africanas un caldo de cultivo para la violencia permanente.

La primavera árabe

Desde 1952, Egipto fue gobernado por militares que concentraban todo o casi todo el poder. Todos ellos recibían el título, no oficial, de “rais” -conductor-, algo que siempre está reñido con la idea democrática.
Primero fue Gamal Abdel Nasser, un autócrata nacionalista que llevó al país a varias guerras -todas ellas perdidas- y que se cobijó en una alianza con la Unión Soviética. Luego, a su muerte, fue el turno de Anwar el-Sadat, valorizado en Occidente por su exitosa gestión de paz con Israel y su salto al campo de Estados Unidos, pero que mantuvo a rajatabla el autoritarismo en el plano interno. Por último, tras el asesinato de Sadat, se hizo cargo del poder el también general -como los anteriores- Hosni Mubarak quién prosiguió la política de Sadat en el plano internacional, mientras profundizaba la autocracia interna con una fuerte, e inevitable, secuela de corrupción. Porque, como dijo Lord Acton -político inglés del siglo XIX- el poder siempre tiende a corromper pero el poder absoluto, corrompe absolutamente.
Todo se mantuvo relativamente estable hasta el estallido de la primavera árabe en el Norte de Africa. Primero en Tunisia, luego en Egipto y, finalmente, en Libia, las dictaduras cayeron una tras la otra, ante la contestación popular, relativamente pacíficas en Tunisia y Egipto y armada, con intervención internacional, en Libia.
Como no podía ser de otra manera, tras décadas de autoritarismo que impidieron disensos y libertades, la transición hacia la democracia resulta un camino arduo y difícil, sobre todo cuando el modelo de sociedad por construir genera divisiones difícilmente conciliables en el seno de las sociedades.
Así, en Egipto, la división es particularmente profunda porque los campos no son dos, sino cuatro.
Por un lado, los salafistas, representantes del fundamentalismo islámico. Por otro, los Hermanos Musulmanes quienes asumen un islamismo moderado. Por otro, los distintos partidos políticos laicos y liberales. Por último, los cristianos coptos -algo menos del 10 por ciento de la población- quienes están, fundamentalmente, preocupados por el reconocimiento de la libertad religiosa.
Todos, salafistas, Hermanos, laicos y coptos -estos en menor medida- protagonizaron la rebelión de la primavera árabe en la célebre plaza Tarhir de El Cairo que liquidó el régimen autocrático de Mubarak y abrió paso, en febrero de 2011, a la elección del candidato de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi, como primer presidente civil y electo de la historia egipcia.

La difícil transición

Y Morsi demuestra todos los días estar a la altura de las circunstancias. No por el éxito con que -eventualmente- corone su gestión. Sino por su capacidad para conducir el proceso. Independientemente de sus resultados. Dicho de otra manera, es un político con todas las de la ley. Está por verse si alcanza la estatura de estadista. Si es capaz de lograr un consenso en la diversidad entre los egipcios como sí fue capaz de hacerlo Nelson Mandela entre los sudafricanos.
Morsi fue electo presidente de Egipto y ejerce el gobierno desde el 30 de junio pasado. Ganó la segunda vuelta por estrechísimo margen frente al laico Ahmed Shafik. Es ingeniero de profesión y fue profesor en universidades de Estados Unidos y de su país. Fue diputado y secretario general del Movimiento de Países No Alineados.
En sus pocos meses de gobierno, Morsi se anotó dos victorias significativas. En el plano interno, descabezó al ejército que había retenido el poder hasta su elección. Aprovechó una situación de anarquía en el desierto del Sinaí y una represión excesiva de manifestantes en El Cairo para liquidar la cúpula militar que no le era afecta.
En el plano internacional, logró negociar una tregua entre el Hamas palestino y el gobierno de Israel que puso fin a diez días de enfrentamientos, sin quedar frente a la opinión pública egipcia como pro israelí, ni pro norteamericano.
Ahora, enfrenta el desafío más difícil: conciliar la sociedad egipcia tras el proyecto de una nueva constitución.
Una nueva constitución cuya proceso de redacción despertó demasiadas suspicacias acerca de la invocación de la sharia -la ley coránica- como fuente principal del derecho, posición que sostienen los Hermanos Musulmanes y que, finalmente, se vio reflejada en el proyecto aprobado que deberá o no ser refrendado popularmente el 15 de diciembre próximo.
Los salafistas -fundamentalismo islámico- aceptaron la propuesta, aunque para ellos, la sharia no debe ser la “principal” fuente del derecho, sino la única.
Los laicos y los coptos, por el contrario, se oponen y movilizaron, durante el proceso, al Poder Judicial -en gran parte conformado por jueces de la etapa autocrática- a través de demandas de nulidad que, en buena medida, prosperaron.
Así fue que obtuvieron una anulación de las elecciones para diputados por vicios que determinó la disolución de la Cámara baja del Parlamento. Y así fue que presentaron un pedido también de disolución de la comisión redactora de la futura constitución, al alegar que su formación y la de la Asamblea Constituyente surgieron de la disuelta Cámara de Diputados.
La avanzada laica motivó la reacción de Morsi que, al mejor estilo blietzkrieg -nombre inmortalizado por las avanzadas militares vertiginosas del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial a través de la utilización de unidades blindadas-, cambió las reglas de juego y apresuró todo el proceso.

El “faraón” Morsi

Tras concentrar, en su escaso tiempo de gobierno, el poder Ejecutivo y el Legislativo -debido a la disolución de la Cámara de Diputados-, el presidente dispuso un decreto de excepción que estipula que sus medidas y decisiones no son revisables por la Justicia. Aclaró que su intención es evitar la anarquía y que la vigencia del decreto solo regirá hasta la entrada en vigencia de la futura Constitución.
La reacción no se hizo esperar. El laicismo organizó la resistencia en la Plaza Tarhir. Gran parte de los jueces se declaró en rebeldía. Los diarios opositores calificaron la medida como dictatorial y hasta dejaron de editar sus ediciones durante un día como protesta.
Pero, el tiempista Morsi aceleró. Respondió con la aprobación, en una sesión maratónica de la Comisión Redactora, de los 234 artículos del proyecto y convocó a un referéndum popular para su aprobación el 15 de diciembre próximo. A lo que el Poder Judicial respondió con la decisión de no controlar el comicio.
Así las cosas, Egipto atraviesa una encrucijada ¿Morsi está dispuesto a todo para imponer su voluntad y la de los Hermanos Musulmanes o ahora que ya dio suficientes pruebas de iniciativa política considera que llegó la hora de negociar para evitar fracturas de difícil cicatrización en el futuro?
Si opta por la negociación, debe derogar el decreto que lo pone por encima de la justicia. Pondrá así fin a la fronda judicial y logrará un tránsito ordenado a la nueva Constitución que, por otra parte, es bastante moderada teniendo en cuenta que proviene de partidos religiosos.
En caso contrario, Egipto está a las puertas de una nueva dictadura. En cuyo caso, Mohamed Morsi justificará el apodo que ya le dio la oposición: el faraón. 

COMENTARIOS