ENFOQUE

El corto camino desde la bombita de luz a Internet

WASHINGTON.– No obtenemos los beneficios esperados de la “destrucción creativa”. A los aficionados a la historia, la frase les será familiar. Forjada por Joseph Schumpter (1883-1950) -uno de los más destacados economistas del siglo XX- define una característica central del capitalismo. El capitalismo expande el bienestar material reemplazando tecnologías, productos y métodos administrativos existentes por sustitutos superiores. Aunque ese proceso inicialmente perturba a las industrias y comunidades establecidas, es el principal motor del progreso económico.
Schumpert, en su libro de 1942 titulado “Capitalism, Socialism and Democracy”, señala lo siguiente: “El capitalismo... revoluciona incesantemente la estructura económica desde dentro, destruyendo incesantemente la vieja, creando incesantemente una nueva. Este proceso de Destrucción Creativa es un hecho esencial del capitalismo.”
La historia norteamericana ratifica lo dicho por Schumpter. Lo nuevo destruye lo viejo. Los ferrocarriles desplazaron las carretas y los canales -y después cedieron el paso a los aviones para los viajes de larga distancia-. Los automóviles eliminaron los coches de caballos. Las cadenas de supermercados aplastaron a las tiendas familiares. (Para 1929, A&P tenía 16.000 tiendas, señala Marc Levinson en “The Great A&P and the Struggle for Small Business in America”) las computadoras personales convirtieron las máquinas de escribir en objetos perimidos.
Siempre hubo que pagar un precio humano. Hubo ocupaciones enteras que desaparecieron. A principios de 1900, había 238.000 herreros y 109.000 fabricantes de carros y arreos, informa el economista de Southern Methodist University, W. Michael Cox y su coautor, Richard Alm. En las décadas de 1970 y 1980, las importaciones y las nuevas tecnologías devastaron la industria del acero en el Oeste Medio de Estados Unidos.
Pero, generalmente, parecía que valía la pena pagar el precio que se estaba pagando. Las nuevas industrias crearon nuevos puestos de trabajo. En 1990, no había conductores de camiones, ni pilotos de líneas aéreas. El estándar de vida se elevó constantemente. Ajustados por la inflación, los ingresos per cápita en 2000 eran 28 veces aquellos de 1790, según datos provistos por el economista Richard Sutch, de la Universidad de California, Riverside. La creación eclipsó la destrucción.
Pero, quizás eso ya no sea cierto -o lo sea menos que en el pasado- lo que es perturbador. En un ensayo reciente, el historiador de la economía John Komlos, de la Universidad de Munich, sostiene que el valor económico de las nuevas tecnologías declinó con el correr del tiempo. Aproximadamente hace un siglo, “la bombilla incandescente reemplazó la lámpara de kerosene, y el valor agregado al ingreso nacional, así como al bienestar en cuanto a confiabilidad, conveniencia, salud y seguridad fue enorme,” escribe.
Muchas transformaciones se originaron en tecnologías de los siglos XIX y XX: fabricación de acero, el teléfono, los automóviles, los aviones, los antibióticos, la radio y la televisión.
No puede decirse lo mismo de gran parte de la tecnología informática, sostiene Komlos. Consideremos Facebook: “Aunque la comunicación en redes sociales como por ejemplo Facebook es un aspecto popular de Internet, básicamente  reemplaza viejas formas de socializar sin agregar demasiado a nuestro sentido de bienestar,” escribe. “Monetizó actividades que en su mayor parte estaban fuera del ámbito del mercado.”
La tecnología puede ser asombrosa; su valor social y económico lo es menos. Los ejemplos abundan. Aunque la fotografía digital es fantástica, es una evolución de las cámaras de cajón de Kodak de hace un siglo. Ésas fueron el gran invento.
Además, algunas innovaciones -entre ellas Internet- imponen costos sociales y económicos que trascienden lo que Schumpter imaginó. Lentamente nos estamos dando cuenta de que la piratería cibernética puede hacer estragos para los individuos y la sociedad. Casi no hay semana que pase sin que haya un importante robo de datos o sin que se perturben las operaciones administrativas rutinarias. Recientemente, los piratas robaron archivos de la compañía de seguros de salud Anthem; otros piratas tomaron como objetivo los sitios Web de contratistas de defensa y de firmas financieras utilizando Forbes.com como plataforma de lanzamiento.
Nos hemos vuelto dependientes de una tecnología que nos hace vulnerables en formas nuevas y aterradoras. En su conjunto, concluye Komlos, “los beneficios cosechados de la destrucción creativa declinaron sustancialmente con el tiempo.” El economista Robert Gordon, de Northwestern University, llegó a una conclusión similar.
Su escepticismo obtiene algo de apoyo de las estadísticas estándar. Los economistas miden la eficiencia total por la productividad laboral -la producción por hora del trabajador promedio-. Después de la Segunda Guerra Mundial, la productividad creció alrededor de un 3% al año durante unas dos décadas. Desde 2004, el crecimiento económico anual fue de alrededor de un 1%; desde 2010, ha sido la mitad de eso. Ese dato importa, porque la productividad mayor es la fuente por excelencia de salarios y beneficios mayores. (Para algunos economistas, la productividad se mide deficientemente. Incluso si eso es cierto, el error tendría que ser enorme para revertir la tendencia descendente.)
Hay una desconexión. Vemos perturbaciones relativas a Internet por todos lados, y según la lógica de la “destrucción creativa”, debería ser una buena noticia. Debería indicar avances drásticos en nuevas tecnologías y productos, más que contrarrestar las pérdidas y elevar el estándar de vida. Pero las pruebas que lo indican son escasas. En verdad, se podría decir que la sociedad ha hecho un negocio dudoso: A cambio de los modestos beneficios de Internet, ha asumido enormes riesgos de ataques criminales y gubernamentales en redes cibernéticas esenciales.
Es difícil -y generalmente no es deseable- suprimir nuevas tecnologías. Pero el dicho de Schumpter debe enmendarse. Toda destrucción no es creativa; alguna, es sólo destructiva. Necesitamos un equilibrio mayor: menos destrucción, más creación. 

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