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Caníbales ilustres

La droga caníbal es la estrella del verano. La BBC nos ha informado de lo que pasa con los jóvenes, casi todos ingleses, que la consumen en Mallorca. Se vuelven súbitamente locos, gritan y patalean con tal violencia que hacen falta ocho o diez policías para regresarlos al orden y, en la cúspide festiva y sensorial que produce esta droga, la emprenden a mordidas contra las personas que están alrededor.
Se sabe del caso de un consumidor en Miami que, hasta las cejas de droga caníbal, mordió la cara a un pobre mendigo. Es probable que con la droga caníbal estemos, como especie, tocando fondo. Porque el viaje cuyo punto culminante es morder al otro debe ser siniestro, oscuro, muy alejado de la colorida vitalidad de las drogas psicotrópicas. Pero sobre todo, el canibalismo de los consumidores es culturalmente paupérrimo, lo induce la química y no interviene la voluntad del caníbal.
Escribo esto pensando en dos caníbales ilustres, dos gurmés de la carne humana. Uno es el Doctor Hannibal Lecter, un personaje de ficción que ofrece mollejas e hígado humano encebollado a sus distinguidos huéspedes: eleva el acto salvaje de comerse a un semejante a la más alta sofisticación culinaria, o mejor, culturiza su animalidad.
El otro caníbal ilustre no es un personaje de ficción, fue el pintor mexicano Diego Rivera, marido, entre otras, de Frida Kahlo. Diego era un gurmé confeso de la carne humana, y cuenta en sus memorias de unos amigos médicos que tenían acceso al depósito de cadáveres y que compartían con él las piezas que cocinaban. 

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