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LA TRAGEDIA DE JUNÍN

El lenguaje de la violencia

El caso de la joven que murió tras la golpiza que le dieron otras tres pone de manifiesto que la pelea se ha convertido en la principal forma de dirimir desacuerdos

Jóvenes dominados por el impulso. Huérfanos. Abandonados al torrente de su energía, pura pulsión desbordada y torpe, como suele ser la energía de quienes requieren tutela, presencia adulta y reglas de juego para no desbarrancarse.
Lo que ocurrió en Junín la semana pasada, con el trágico desenlace, sorprendió al país. Fue una historia de orfandad e impulso en clave de hecho policial: una banda de jovencitas, a la salida del colegio, golpeó sin misericordia a una compañera de 17 años que, tras horas de agonía, murió por causa de los traumatismos recibidos.
Las razones que se esgrimieron para explicar tal proceder son pueriles y podrían recordar algún capítulo de Jacinta Pichimahuida o uno de esos musicales protagonizados por una juventud danzarina que, aun en medio de música y alegría, también tiene internas de las que afloran competencias, traiciones y heroísmos, un entramado vincular con el que todo curso secundario se identificaría a la hora de escenificar la vida cotidiana de la Juvenilia moderna.
Pues bien, ese argumento aparentemente banal, con "lindas" contra "feas", deportistas contra "nerds", novios y novias que van, vienen, se "roban" y demás... en ese escenario de siempre, ocurre, sin embargo, lo que nunca: el crimen.
En este caso, y como para demostrar que mujeres y varones se igualan en el escenario de la modernidad, el crimen fue cometido por mujeres que, tras la golpiza a las adversarias, se llevaron a modo de trofeo un mechón del pelo de una de las víctimas. No fue esta vez la barbarie machista que terminó con la vida de Ariel Malvino en Ferrugem ni la agresión cobarde de una patota de deportistas contra algún muchacho menos dado a los anabólicos en algún boliche. Aquí fueron mujeres furiosas, furibundas, imparables en su impulso. Esto demuestra que la problemática trasciende fronteras sociales, económicas y de género.
Debemos señalar lo obvio: si esta tragedia es noticia es porque es extraordinaria. La gran mayoría de los jóvenes no anda matándose por allí y, honrando la verdad, generalmente aman a sus padres, son leales con sus amigos, se enamoran, buscan entusiasmarse con lo que hacen y pretenden vivir una buena vida. Ser joven no es una enfermedad, y es un agravio gratuito asimilar masivamente a los jóvenes a este tipo de situaciones.
Pero es creciente, sin embargo, la cantidad de chicos y chicas en clave de encontrar su destino que ven cómo los mapas entregados por las generaciones anteriores para lograr tal cometido fallan, están borrosos, adulterados o directamente ausentes a la hora de encauzar la energía juvenil, que, llena de vida, requiere, sin embargo, referencias para no malversarse. Incluso los buenos mapas, en el clima de desconfianza cultural imperante, son dados a la suspicacia. Muchos a veces demoran años en comprobar que eso que el padre o la madre decían (el "mapa") era válido: hubo que corroborarlo, incluso, con la propia y dolorosa experiencia de andar perdidos.
La violencia es siempre proporcional a la fragilidad psíquica y espiritual de su portador. En un mundo confuso y, como decíamos, con mapas desdibujados y tradiciones diluidas, impera una sensación de fragilidad, lo que vuelve más tentadora para muchos jóvenes la idea de sumergirse en la euforia de la violencia victoriosa, "garantizada" por la pertenencia al grupo agresivo que los cobije.
Lo frágil, en ese caso, se transforma en peligroso, porque en esa línea el intercambio se basa en la fuerza física. Así, el universo de lo simbólico, que la humanidad ha utilizado con mucho éxito para sublimar la violencia, pierde ante la arremetida del músculo o de la patota como valor dominante en una cultura barrabravizada, tal como un perspicaz periodista ha señalado en estos días.
Se dirá que lo ocurrido en Junín es propio del ámbito escolar, pero no es fortuito que haya sido, en términos estrictos, la calle (y con gente de "afuera") el escenario de la situación desgraciada. El drama se da en ese espacio de transición entre la institución y el espacio exterior a ésta, lo que permite entender lo acontecido no sólo como un hecho policial o educativo, sino como un hecho cultural marcado por el endiosamiento de la pelea como forma de dirimir los desacuerdos.
Si el lector no lo cree así, que encienda la televisión o lea los diarios. Verá allí a señores y señoras que hacen cola para demostrar cuánto pueden pelearse, sean éstos referentes de la farándula, la política, las empresas, las instituciones o vecinos dirimiendo pleitos barriales.
Las palabras, en ese contexto, pierden su cualidad sanadora y generadora de puentes y significados compartidos y pasan a ser instrumentos destinados a intoxicar el lenguaje, degradándolo como fuente de concordia. Padres que luchan, maestros que luchan, superhéroes que luchan. Todos luchan contra todos, porque luchar es el método que se vende como más eficaz para la resolución de los conflictos.
Cuando hay lucha, alguien gana y alguien pierde. Lo saben bien los jóvenes, que muchas veces se aterran ante la posibilidad de ser "perdedores", tanto como se aterran los adultos de caer en el abismo del exilio social y económico.
Ser perdedor, en este contexto, más que una circunstancia es un rasgo de identidad. No es un verbo, es un sustantivo que define, y eso, en nuestra cultura competitiva, es lo más parecido al infierno que puede sucederle a una persona.
El mundo adulto ordena el viento huracanado de los jóvenes cuando desde chicos los ayuda a poner palabras a las cosas, señala horizontes apetecibles, marca el campo de juego, prohíbe lo que tiene que prohibir y, sobre todo, ubica presencias diferenciadas en el tablero: los grandes son grandes, los chicos son chicos, los padres son padres, los hijos son hijos. Esto permite discernir territorios. Sin diferenciación no hay amor, tan sólo revoltijo violento.
Cuando los adultos ejercen de tales, hay sosiego en los jóvenes y la violencia no es tan violenta o, directamente, deja de existir. Esos adultos (padres, educadores, gobernantes, figuras significativas de la comunidad), cuando ejercen de tales, representan un ordenamiento que va más allá de ellos mismos, una referencia que les ofrece a los jóvenes una noción de sentido de la vida, del vínculo entre causa y consecuencia, y una sana vivencia de límite, posibilidad y deseo con horizonte fecundo.
La orfandad provoca un sentimiento de fragilidad que tiene el miedo como compañero de ruta. Los chicos tienen miedo y, en ocasiones, lo combaten con desatinos destinados en verdad al adulto, convocándolo a que esté allí para cumplir con el rol de mayor, sea dando un abrazo o poniendo los puntos sobre las íes.
Para fortalecer a los más jóvenes hay que sacarles el temor a fuerza de presencia amorosa por parte de los adultos. Pero recordemos que el amor no existe sólo en su versión tierna y dulce, sino también en otra firme y áspera, que pone las cosas en su lugar. Para eso hay que honrar el rol que la adultez legitima y confiar en él, en vez de pedir disculpas y desertar de una función que los chicos necesitan y reclaman, a veces, usando el lenguaje de la tragedia. 

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