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OPINIÓN

El mejor elogio

Cuando Democracia publicó una nota de mi autoría con fecha de lunes 13 de Mayo último, al pie de la misma yo decía que la historia allí narrada tenía continuación temporal. Esta es esa continuación.
Como se recordará, el Instituto Superior del Profesorado Junín celebraba el aniversario de fundación y como también se recordará, estaba en nuestra ciudad Jorge Luis Borges. A las 18.30 horas el invitado, autoridades de la casa, profesores y alumnos nos encontrábamos aguardando la hora de dirigirnos al oficio religioso de las 19 horas en San Ignacio de Loyola. LA señorita directora Carmen Garay se acerca y me dice que le pregunte a Borges si va a concurrir a la Iglesia. 
Me sorprendió que ella recurriera a interpósita persona pero, como era sabido que Borges no era creyente, habrá pensado mejor en derivarlo a mí. Se lo pregunto directamente al escritor y me contesta (textual): “Preferiría quedarme. Es muy difícil creer en tres dioses que es uno solo”. 
No me he olvidado jamás de esta respuesta que por otra parte resultaba ingeniosa para no ir a la misa. Inmediatamente se lo comunico a Carmen Garay y obtengo esta respuesta: Y bueno,  Roberto… Quédese usted con él en la sala de profesores.
La sala de profesores era una modesta habitación con una ventana trasera que daba al patio del interior del Instituto. Pero (Dios haya perdonado) qué más quería yo que quedarme los dos solos, aún sabiendo lo sinceramente difícil que era conversar con Borges. Pero la situación era un verdadero regalo y había que aprovecharlo.
Nos sentamos ocupando dos sillas enfrentadas. Después de modestas indagaciones sobre literatura argentina (que me encanta) y algunos detenimientos sobre lo gauchesco, especialmente en Hernández, Gûiraldes y Lugones, se me ocurre derivar la conversación a la literatura inglesa debido a que un bolsillo yo guardaba hasta ese momento; el último poema que yo había escrito con título en inglés (The Unicorn) “El Unicornio”; Borges cambió inmediatamente de ánimo. Se transformó en una persona ocurrente, comunicativa, casi me atrevería a decir, jovial. Me pidió que se lo leyera. Retiré el poema del bolsillo. Estaba manuscrito, pero sentí que el buen Dios había preparado esta oportunidad. Es un poema breve y lo leí.
Cuando concluí, Borges me puso su mano derecha en mi brazo y me dijo sencillamente: “Me agrado mucho su poema. Me recordó a John Keats.”
Para que el lector tome acabada conciencia del elogio de Borges hacia mi poema, debo señalar que  Keats (1795-1821) es el poeta inglés que se destacó por la descripción luminosa, el uso de los colores y el despliegue casi irreal de los escenarios naturales. Su mejor obra se titula “Oda a una urna griega”. Murió cuando sólo contaba veinticinco años de edad. Confieso que sentí una extraña sensación.  Borges me preguntó por qué lo había titulado en inglés. Y le contesté que me había parecido acorde a la situación privilegiada de imaginar haberlo visto. Sonrió fugazmente y me dijo: Advierto que interpreta lo inglés.
Si bien el poema, repito, es breve, mucho me hubiese gustado publicarlo aquí, pero el consabido tema del espacio periodístico me lo impide. Otra vez será.
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