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BODA REAL

¡Llegó el día en medio de tanto ruido!

(*) Por Juan Becerra

Faltan pocas horas para el sí de los novios y la expectativa de la televisión inglesa por el espectáculo que verá todo el mundo, quieran o no quieran sus habitantes, es bastante pobre. Alma y materia del show bussiness, las pantallas se dedican, sin embargo, a la política internacional y al deporte sin desviarse demasiado de sus hábitos ordinarios.
Por orden de aparición, la cadena iTV despacha los goles de Messi frente al Real Madrid, las opiniones sobre la nacionalidad supuestamente adulterada de Barack Obama, la destrucción de Trípoli y, por fin, la entrada de un corresponsal desde las cabinas de transmisión apostadas como cuadros vivos a cien metros del Támesis, listas para cuando empiece la acción.     
La noticia del día es que los príncipes ya “ensayaron” los movimientos, los gestos y los parlamentos de la boda. Ensayar un casamiento lleva las cosas del orden de la verdad amorosa al orden del teatro, por lo que en la mañana del acontecimiento, que ya nos ha aburrido un poco de tanto esperarla, debemos estar atentos para poder dilucidar si lo que vamos a ver estará ocurriendo o será un artificio.
Por otro lado están saltando algunas chispas. Los comerciantes de Covent Garden, la zona de la ópera de Londres, han reaccionado contra quienes preparan marchas antiboda en su territorio pero se anuncia un contragolpe: una banda punk, armada para la ocasión con un nombre que insulta a la Reina y es mejor no traducir, ya confirmó su concierto en un pub de Picadilly Circus y no parece haber marcha atrás.
Tales energúmenos se encargarán de vociferar a los cuatro vientos su desprecio por la monarquía, lo que ya ha sido reportado y amplificado de un modo espectacular por The Washington Post. De un episodio pequeño que ni siquiera ocurrió, se hizo un mundo. Es el tipo de suceso que explica lo que pasa en estas horas. Cualquier hecho infinitesimal puede terminar en la tapa de los diarios, los portales de Internet y la memoria colectiva. Así es como se construyen los mitos. No es tan importante que las cosas sucedan como que se las nombre a lo grande.         
Duncan Brown, escritor y músico inglés, es amigo de los sediciosos, a quienes irá a vivar el viernes a la noche. Se considera a sí mismo como un ciudadano antimonárquico, pero cada una de sus reflexiones son las de alguien que no come vidrio.
No irá a los festejos populares que florecen a cada paso, pero en su posición negativa no hay animosidad. Su parecer coincide con la cepa más común del ADN inglés a la hora de juzgar las cuestiones de palacio: “No me interesa la Monarquía, y me gustaría que no existiera. Pero reconozco que la Reina siempre hizo las cosas bien, o al menos no cometió grandes errores en los últimos cincuenta años. Lo que vayan a hacer sus herederos me parece de antemano más dramático”.
Es sorprendente y desesperante ver cómo hasta último momento -como también suele ocurrir con la fiesta más austera-, los responsables del asunto ajustan los detalles contra reloj. Por ejemplo, todavía no terminaron de desmontar los andamios de la Abadía de Westminster, donde los obreros siguen enmendando imperfecciones.
Ese paisaje hace serie con varias zonas históricas de la ciudad, en las que pueden verse muchos de sus grandes edificios envueltos en lonas y esperando turno para la restauración que deberá concluir antes de las Olimpíadas de 2012, un horizonte que afila las garras de la especulación inmobiliaria.
El flagelo ha convertido a muchas iglesias históricas en gimnasios, oficinas, lofts y viviendas familiares. Desde el exterior quizás se las siga teniendo como espacios en los que aún vibran las cosas del espíritu, pero su interior -basta asomarse para verlo- está ocupado por máquinas de pilates, muebles de diseño, familias tipo y gerentes.
Sin embargo, la operación más impresionante de los últimos años fue la de reemplazar la estación de trenes Saint Pancreas por un hotel y vivienda de lujo. A su lado, en la estación King Cross, los niños sacan fotos en el anden 9 y ¾, el lugar secreto desde donde Harry Potter, el personaje de J.K Rowling, tomó el expreso a Hogwarts.
Por supuesto, es un andén apócrifo, como lo es el 221 B de Baker Street, donde Arthur Conan Doyle situó las oficinas de Sherlock Holmes, a cincuenta metros de la casa donde vivió José de San Martín, llamado por la placa azul que lo recuerda, The Liberator: un Terminator latinoamericano.
Si no hubiera tanta literatura en las calles, en los cementerios y en aire, el cuento de príncipes que se está contando sería inverosímil. Así parece presentarse la boda, como una historia de novela escrita por la realidad. Lo que ocurre tiene iguales proporciones de encanto y sorpresa y no sería arriesgado apostar a favor de que los súbditos que ya se van acomodando detrás de las vallas para, literalmente, ver pasar la carroza (fabricada en 1902 y utilizada para la coronación de Eduardo VII) no podrán creer lo que ocurra delante de sus ojos.
Mientras tanto, el cuento sigue sumando hechos. Lo último fue montar un entorno de “naturaleza” real frente a la Abadía de Westminster. Nada de salvajadas, nada de los bosques impredecibles que inventó Lewis Carroll para Alicia. Aquí intervino Shane Connolly, la directora de arreglos florales de palacio, por llamarla de algún modo que no les haga pensar que estoy mintiendo.
Todas las flores y los árboles que se utilizaron para adornar la abadía vienen de los campos reales, son ingleses, de estación y responden a un pedido expreso de Kate Middleton, quien pidió colores neutros. ¿Se le subieron los humos a la futura princesa? Todo lo contrario: sigue la línea de modestia iniciada cuando compró ropa en Top Shop. Jamie Marlar, asistente y vocero de Connolly, salió a aclarar los tantos sin demasiadas luces: “El objetivo es que la Abadía parezca modesta, simple y natural, y que refleje el hecho de que en el fondo Kate es una chica de campo, y que la pareja es lo mejor de lo británico”.   
Luego comenzó a delirar un poco más y a decir que los arces ingleses simbolizan humildad y reserva, pero ya la conversación estaba en otro lado: en los gastos generales de la boda.
¿Cuánto cuesta la fiesta? La respuesta es secreto de Estado, pero ya hay algunas rutas que nos llevan a una idea. Lo primero que se sabe es que la Casa Real no hizo pedidos oficiales de dinero al gobierno, aunque es evidente que los gastos de seguridad han aumentado exponencialmente en las últimas semanas.    
El asunto es que al no ser todavía William un príncipe de Gales, la boda no puede ser costeada directamente por presupuestos públicos, lo que significa que es la Reina Isabel la que debe aportar el dinero de la llamada Lista Civil, una cuenta especial financiada con 16 millones de euros que, por supuesto, también vienen de los contribuyentes.
La cifra de los gastos, aún cuando sea más elevada, no conmueve a la economía como sí lo hace la decisión de David Cameron de haber decretado feriado el día de la boda, un regalo de lujo del Primer Ministro a la pareja real que, según el Ministerio de Empresas, cuesta 3200 millones de euros en productividad perdida.    
Muy lejos de esas preocupaciones, la prensa más frívola se ocupa de darnos una guía sobre los puntos a los que se le debe prestar atención para saber cómo los novios van llevando la ceremonia. Una especie de control de calidad nupcial que incluye los modos de mirarse, los movimientos de las manos y los gestos, que en la futura princesa no deberán ser ni tan reservados como para demostrar frialdad, ni tan sueltos como para que no deje de recordar de dónde viene y hacia adónde va.

*Escritor y novelista juninense, enviado
especial del diario El Día de La Plata

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