El dólar trepó de manera vertiginosa y mostró la debilidad del Gobierno para afrontar la crisis que provocó más endeudamiento y una fuerte pérdida de reservas.
LA COLUMNA DE LA SEMANA

La hora de la verdad

Hacer un balance de lo ocurrido en la Argentina en los últimos días implica aceptar que la situación quedó estabilizada y que los “cimbronazos” de la crisis –palabra que no fue empleada- fueron superados, al menos de momento.
Ese “al menos” queda vinculado con la necesidad -y la relativa urgencia- de ordenar las cuentas para que, de una vez por todas, la Argentina deje de vivir de prestado, como ocurre ahora, y/o de emitir billetes sin respaldo alguno en las reservas del Banco Central como ocurrió durante el gobierno anterior.
Se acabó. Con más buena voluntad que lo contrario, los “mercados”, llámense los “inversores”, llámense los bancos y los fondos de inversión internacionales, notificaron, a través de la reciente corrida cambiaria que no están dispuestos a financiar la sempiterna irresponsabilidad argentina de gastar más de cuanto entra en materia de finanzas públicas.
No va más. El ajuste postergado, tras el desastre de Cristina Kirchner, Axel Kicillof, Amado Boudou, Julio De Vido y tantos otros, no puede esperar más.
Y no queda margen para incrementar los ingresos del Estado por la vía impositiva. En su afán gastador, el kirchnerismo convirtió al Estado en socio, casi al cincuenta por ciento, de cualquier actividad económica que alguien desarrolle y hasta le metió la mano en el bolsillo a los trabajadores con la extensión del pago del Impuesto a las Ganancias a través de la cínica actitud de no actualizar los montos no imponibles en los salarios.
Llegó la hora y, claro, el país no está preparado. Nunca está preparado. Los argentinos vivimos enamorados de la magia en materia económica. Jamás terminamos de darnos cuenta que la magia no existe.
Probamos con todo. Con el “invento” del dólar uno a uno establecido por ley, con los cambios de moneda, con el enfoque monetario del balance de pagos, con la “tablita”, con lo que sea y, siempre, pero siempre, caemos en las crisis recurrentes que afloran por esa manía de evitar la verdad y sus consecuencias.
Ahora, llegó la hora. Entonces surgen como importantes otras cuestiones, algunas atendibles, como los tiempos, otras, menos serias como las políticas y otras poco serias como las semánticas.

Los tiempos
A nadie escapa, se lo reconozca o no, que el Gobierno perdió dos años y medio, girando alrededor del ajuste sin encararlo hasta que no tuvo otro remedio.
Comenzó con una recontra tibia reforma previsional -en el cálculo de actualización- y con una más profunda, pero tardía, adecuación de las tarifas energéticas y de transporte. En el medio autorizó y convalidó la indexación de los precios de los combustibles. En lo provincial y municipal, fueron incrementadas las valuaciones fiscales de los inmuebles urbanos y rurales.
El todo quedó rodeado por un crecimiento moderado de la economía argentina que ya lleva siete trimestres consecutivos y que morigera, vía mayor recaudación, el astronómico déficit fiscal.
Así las cosas, el gobierno del presidente Mauricio Macri y, fundamentalmente, la jefatura de Gabinete que encabeza Marcos Peña, imaginaron una continuidad sin mayores sobresaltos hasta el 2021. 
Recién allí, aceptaban que la “cosa” iba a ponerse fea porque la Argentina alcanzaría el límite de su capacidad de endeudamiento a tasas de mercado –un poco altas aun-, antes que el riesgo país –por incapacidad de pago- liquidara, nuevamente, cualquier posibilidad de préstamos externos.
Sí, claro, el 2021 quedaba lejos. Con algunos deberes hechos –las tarifas- llegábamos prudentemente.
No fue así. Un accidente previsible para todos, menos para Susana Malcorra, la ex canciller que quiso ser secretaria general de las Naciones Unidas y salió quinta sobre seis en la votación. Malcorra apostó a la continuidad del ex presidente Barak Obama y ganó “el accidente”, el actual presidente Donald Trump.
Trump bajó los impuestos y, para financiarse de momento, elevó las tasas, razón por la cual los dólares desparramados por el mundo retornaron a su país de origen y provocaron estornudos en los países que tienen sus cuentas en orden, y toda clase de espasmos bronquiales en la Argentina que no tiene, precisamente, sus cuentas en orden.
El error político del Gobierno en materia internacional desarmó la estrategia del gradualismo, consistente en no hacer nada o hacer muy poco, mientras el moderado crecimiento surge efecto. 
El mercado puso las cosas en su lugar: devaluó la moneda con su corrida y cercó al Gobierno que debió recurrir al salvataje del Fondo Monetario Internacional que presta muy barato pero que obliga a sanear las finanzas públicas.
La táctica del Gobierno debió ser recompuesta.
Desde lo financiero, la casi totalidad de las necesidades del presente año están cubiertas con los préstamos que consiguió a principios de año el ministro de Finanzas, Luis Caputo. Pero la casi, no significa todas.
Para cubrir todas ya no queda margen para el endeudamiento en el mercado. 
Entonces, una doble acción. Por un lado, el arreglo con el Fondo bajo la forma de un préstamo “stand by” permitirá acceder, este mismo año, a unos 5.000 millones de dólares, llegado el caso. Por el otro, una profundización de la reducción del gasto público.
Y esa reducción cuasi inmediata, solo puede darse por la vía de la reducción del ritmo de las obras públicas. De momento, se habla de postergar la iniciación de las obras programadas para este año, pero continuar con todas aquellas que fueron comenzadas.
La cuestión importante pasa, entonces, al año que viene. Para ese momento, la principal fuente de financiamiento ya no será el mercado sino el Fondo y, eventualmente, algún otro organismo internacional de crédito.
La vía que requiere el ajuste.

La semántica
Indudablemente, el gobierno del presidente Mauricio Macri es bien considerado por la comunidad internacional. De allí que a las palabras que se eligen para describir la situación se las busca con especial cuidado.
De “ajuste” se habla poco. De “gradualismo” mucho, aunque algo menos que hace un tiempo. De “apoyo”, a diario, con declaraciones del presidente Trump, de la canciller federal alemana Angela Merkel, del presidente francés Emannuel Macron, de la titular del Fondo, Christine Lagarde.
Si bien a los efectos prácticos del ajuste es poco cuanto pueden hacer las declaraciones políticas, sirven para cuidar un frente interno donde se obvió la batalla cultural y el Fondo, por tanto, es casi mala palabra. El “casi” forma parte de la resignación.
En la semántica, ingresan las declaraciones triunfalistas de Marcos Peña y de Nicolás Dujovne, quienes pretenden hacer creer que –exageración mediante- si fuimos al Fondo es para darles algo que hacer a unos muchachos que, si no, se aburren. Por momentos, lo de Peña y Dujovne hace recordar a Kicillof y a Aníbal Fernández cuando comparaban la Argentina con Alemania o con Australia.
Muchísimo más ubicado, el Presidente prefirió, como debía ser, el discurso del “mea culpa”. No titubeó en mencionar el error propio, pero no como un mérito al cambiar, sino como una autocrítica necesaria.
Aun así entró en la intrascendente guerrilla verbal sobre si el Fondo nos impondrá o no sus condiciones habituales. La cuestión no pasa por allí. La Argentina debe hacer el ajuste, antes era tarde o temprano, ahora es, como lejos, en el presupuesto del año próximo.
Si la Argentina somete al Fondo un programa coherente que reduzca el déficit a niveles serios –la cuarta parte del actual- en poco más de dos años, nadie le habrá impuesto nada. Si lo que busca es postergar el ajuste, nadie le dirá nada pero tampoco le prestarán. Las consecuencias serán alta inflación y bajo nivel de actividad económica.
De allí que, de ahora en más, convendrá no detenerse demasiado en el palabrería que sobre abundará sobre el tema, sino esperar la negociación con el organismo multilateral de crédito para abrir juicio sobre algo que, después de todo, es inevitable.
Las claves serán los gastos del Estado en empleados públicos, en jubilaciones, en tarifas, en empresas estatales que arrojan pérdida, la recaudación impositiva, las obras públicas y el tipo de cambio.
El resto, de un lado o del otro, es pura cháchara.

La política
El Gobierno sabe que desaprovechó los momentos de mayor poder político para concretar el imprescindible ajuste del gasto público e intenta conformar un acuerdo que reemplace la debilidad que exhibió en la corrida cambiaria.
El tridente Peña y sus dos vice jefes de Gabinete, Gustavo Lopetegui y Mario Quintana, ya no detendrán –al menos en apariencia- la suma del poder público, sino que deberán abrir el juego a una especie de Consejo Asesor que integrarán los “recuperados” de la política, el desarrollista Rogelio Frigerio, el peronista Emilio Monzó y el radical Ernesto Sanz.
Todos ellos, junto a los cinco gobernadores oficialistas, los PRO, María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta, y los radicales Alfredo Cornejo, Gerardo Morales y Gustavo Valdez, conforman la nueva cúpula política del gobierno, aunque nadie sabe muy bien cuál es su misión y menos aún si desempeñará algún rol previo en la toma de decisiones.
Lo cierto es que el Gobierno busca consolidar Cambiemos como alianza oficialista, no solo con vista al momento complicado del ajuste, sino como anticipo de la competencia electoral por desarrollarse durante el año próximo.
Para lo primero, precisa además de alguna colaboración por parte de los gobernadores justicialistas más moderados. Es que la reducción del gasto público no solo abarca a la administración central y a las empresas del Estado, sino que incluye –y no como mero complemento- a las administraciones provinciales y municipales, sobre todo en materia de exceso de personal.
Para lo segundo, cerrar fila con los aliados es un elemento central de cara a una elección que es preciso resolver en primera vuelta si no se quieren correr riesgos. 
Ocurre que el peronismo aún no logró una síntesis vinculada a una candidatura. Está lejos de lograrlo. Pero no tan lejos como antes de la corrida cambiaria. Un “cerrar filas” que para no pocos miembros del Gobierno incluye sumar a quienes muestren interés desde otras veredas.
Durante la semana anterior mucho se habló, parece que nada se concretó, de un acercamiento con el Movimiento Evita en la provincia de Buenos Aires. En la ciudad de Buenos Aires, por su lado, el presidente Macri tiene lazos aceitados con el ex ministro Martín Lousteau y con el dirigente radical Enrique Nosiglia, aunque choca con la intransigencia de Rodríguez Larreta.
La corrida cambiaria precipitó un tiempo político que todos esperaban recién para el segundo semestre del año. Nada de eso. Comenzó ya.

La vecindad
Hoy domingo Venezuela elige presidente. “Elige” es un mero formalismo para un proceso amañado por un gobierno dictatorial decidido a todo para retener el poder.
Por ende, el impresentable de Nicolás Maduro continuará en el poder de una Venezuela que se vacía de gente que emigra para no sufrir los terrenales flagelos de una inflación descontrolada y de una escasez absoluta.
Los “comicios” venezolanos no serán reconocidos por buena parte de los países de la región que los consideran ilegales, ilegítimos y no creíbles. La oposición, en su conjunto, no se presenta y solo compiten algunos candidatos que, en su momento, pertenecieron al “chavismo”.
Como para dotar de certeza a sus comicios, Maduro convocó al CEELA, Consejo de Expertos Electorales de Latino América, creado por Hugo Chávez. Y para agregar más certeza, los restantes observadores serán rusos, enviados por el “demócrata” Vladimir Putin. En fin…
Una semana después de Venezuela, la vecina Colombia, receptora de más de 700 mil venezolanos del millón 600 mil que ya abandonaron el país. Allí el candidato con mayores posibilidades es Iván Duque, un liberal que aventaja, en primera vuelta, al ex guerrillero y ex alcalde mayor de Bogotá, Gustavo Petro, postulado desde la izquierda.
Para el resto del año, la agenda de la región habla de las presidenciales mexicanas en junio y de las brasileñas en octubre.
Los resultados de los tres procesos determinarán si se consolida o no la tendencia democrático-liberal o retorna el populismo, más o menos disfrazado de progresismo, de la mano de Andrés López Obrador en México –favorito en las encuestas- o de “Lula” en Brasil, si supera sus obstáculos judiciales como consecuencia de su condena por corrupción.