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HISTÓRICO BALOTAJE

Votar en un pueblo es una gran fiesta

Cuando volvía de O´Higgins, ayer a la tarde, caí en la conclusión de que votar es una fiesta. ¿Para tanto? Sí, en un pueblo sí. ¿Y qué tiene de distinto un  pueblo a otros lugares? El reencuentro emocionado en la puerta del colegio con aquel compañero de la secundaria que no vemos desde el día del egreso, el saludo amigable con vecinos que al pasar nos convidan un mate y desempolvan una hilera de anécdotas que nos dibujan una sonrisa tras otra, la rapidez para entrar y salir del cuarto oscuro (las filas frente a las urnas casi nunca están muy pobladas) y, como broche de oro, la reunión con la familia asado o pastas de por medio. Y si no hay mazo para el truco, se lo busca por cielo y tierra hasta que aparezca. Luego siesta y a esperar lo que digan las noticias: “¿Quién habrá ganado, che?”, “Andá a saber”.  Son cosas muy sencillas y que pasan en cualquier ciudad, pero que en los pequeños poblados constituyen el denominador de la gran mayoría de los habitantes. Marcan una idiosincrasia y una forma de transformar un acto cívico que a priori causa tedio y pereza en una linda excusa para renovar la magia del cariño con nuestros afectos. 

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