Por FR.

El hombre de Arias y Sáenz Peña es alguien que observa a través del vidrio, desde el café, que se sorprende y encuentra belleza en el cotidiano, sin estridencias, pero animándose a mirar, a reconocer los objetos, y en ese sentido la poesía del juninense Claudio Portiglia se inscribe en una tradición latinoamericana que lo emparenta con Baldomero Fernández Moreno o el propio Jorge Luis Borges, en el remedo de los mundos perdidos, orilleros (los frescos del Boliche Amarillo) o los aromas y pinceladas del poema “Junín”, donde se recupera una ciudad que comienza a desvanecerse para siempre, pues como dice el propio Portiglia en otro pasaje del libro (Café Homero, 2017), “la vida no sabe de postergaciones”.
El estilo en apariencia sencillo de Portiglia, suelta, sin embargo, versos inquietantes: “Caben tantas preguntas en una sola nube que cuando llueve/ uno teme que las verdades se derramen de golpe/ y no sepa qué hacer.”
O este otro: “(…) En la palabra pocillo se abrigan resonancias que desabriga la palabra taza/ tan abierta y obscena”, donde aparece una definición posible del poema como “sinfín metafórico”.
El hombre de Arias y Sáenz Peña reclama, con justeza -y ya adentrado en un posicionamiento político que apela a pensar sin certezas-, abandonar la inocencia o dejar de imputarle siempre al otro la culpa, para “empezar de nuevo”.
“No creo que el amor deba gritarse”, acuña, en una declaración de principios, que puede leerse al lado de los últimos versos del libro:
“(…) Si quiero ver el tragaluz en cambio/ es mejor que no fije la vista/ es mejor que deje que los ojos se muevan en libertad.”

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