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RELACIONES INTERPERSONALES

¿El optimismo y el pesimismo son emociones contagiosas?

Hay gente que tiende a ver el vaso medio vacío, mientras que otras siempre muestran un signo de negatividad. ¿Se trata de una cuestión genética o se puede cambiar la forma de ver las cosas?

Algunas personas parecen tener una predisposición natural a ver el vaso medio vacío. Otras, en cambio, tienden a la positividad y se muestran siempre optimistas en relación al futuro. Estos modos diferentes de encarar la vida pueden incidir en “la suerte” de cada uno para alcanzar sus objetivos y en la capacidad de reponerse ante los avatares del destino. De ahí que muchos especialistas insistan en la importancia de detenerse unos segundos para observar hacía dónde van los propios pensamientos.      
Como explica la licenciada Mónica Cruppi, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), el optimismo como el pesimismo pueden ser considerados estados emocionales pasajeros o rasgos de carácter estables en una persona, de ahí que se diga que tal persona es optimista o pesimista. Ser optimista o pesimista forma parte de la vida afectiva del ser humano.
“La formación del carácter debe atribuirse en parte a una disposición congénita y en parte a los efectos del medio ambiente (entorno)”, plantea Cruppi, y afirma que las experiencias del primer año de vida son relevantes, ya que dejarán su marca en el inconsciente. 
 “Se trata de huellas que, siendo desconocidas por los sujetos, son capaces de generar afectos y conductas”, dice la especialista, y explica: “En las primeras experiencias vitales está comprometido el cuerpo entero. Éste puede ser sostenido y contenido por los brazos y el regazo materno. De modo que en la garantía de continuidad existencial del infante pesan la seguridad en el sostén del cuerpo por un lado, tanto como pesan las experiencias afectivas con sus padres”.
Como contracara, en casos menos afortunados -explica la licenciada-, estas primeras experiencias pueden estar marcadas por huellas traumáticas, fácilmente activadas a posteriori en situaciones de desconocimiento, soledad, extrañeza o dolor.
“A partir de las investigaciones realizadas sobre la importancia del primer vínculo (la función materna  de sostén, la instalación de una simbiosis normal y su proceso de separación) se considera que las fallas en este proceso determinan la capacidad de cada sujeto para elaborar los duelos y su tendencia hacia la melancolía, al optimismo o al pesimismo”, señala Cruppi.
De los estudios realizados sobre el tema se desprende que las experiencias suficientemente buenas durante la infancia dejan en el sujeto una convicción arraigada de que todo les irá bien siempre. “Enfrentan la vida con un optimismo tal que logran todos sus propósitos”, comenta la psicóloga. 
“El pesimismo, en cambio, es la contracara. Remite a experiencias dolorosas durante este lapso. En estas personas está completamente ausente la creencia en la benevolencia del destino”, diferencia.
César Castaños, director de la Escuela Latinoamericana de Coaching, plantea que si bien el optimismo y el pesimismo no son emociones sino que surgen como interpretaciones que damos los seres humanos a distintas situaciones, ambas posturas generan emociones. Mientras que del optimismo surgen emociones de alegría y de entusiasmo; del pesimismo surgen emociones de enojo, frustración y depresión, entre otras. 
En este sentido, Cruppi señala que los optimistas suelen ser extrovertidos, sociables, generosos y vitales, y que inclinarse por una u otra postura incide sobre la vida social de las personas: “Las emociones son contagiosas, por eso el optimista está rodeado de gente y el pesimista no. Nadie quiere estar con una persona que tiene el arte de amargarse la vida y puede amargársela a los demás”, dice.
Castaños coincide en que las emociones pueden ser contagiosas. “Incluso pueden ser parte de la cultura de una familia. La queja, el ‘protestón’, el reclamo, el que pone toda la culpa afuera ‘víctima de’ son posturas propias del pesimista”, describe, y diferencia del optimista, quien se caracterizaría por ver posibilidades, encontrar oportunidades, responsabilizarse de sus dichos y acciones y por pensarse como protagonista.
Estas diferencias en el modo de encarar la vida sería la clave en las trabas o posibilidades que cada uno encuentre para alcanzar sus metas. 
“El optimista sabe que las cosas dependen de él, tiene el poder de acción en sus manos, es protagonista. El pesimista, en general, pone ese poder afuera. El no puede hacer nada, no depende de él, y para esta actitud siempre tiene una buena explicación o justificación para no hacer”, comenta Castaños.
El coach sostiene que además de afectar la vida social de las personas y la calidad de vida en general, “las emociones negativas llegan a producir enfermedades, las llamadas psicosomáticas”. En este sentido, advierte: “Mi actitud, mi discurso habitual, no es inocente a mi calidad de vida”.
Pero entonces, ¿qué hacer cuando las cosas no suceden como uno las espera? ¿Se trata de negar ‘la realidad’? En este sentido Cruppi recuerda que las cosas no son como son sino como uno las signifique. “Las creencias van generando nuestra realidad en el camino de la vida”, afirma. 

Buscar el equilibrio
Sin embargo, tampoco el extremo opuesto al pesimismo sería aconsejable. En esta línea, Cruppi manifiesta: “Un optimismo desmesurado, mucha euforia en los individuos, puede hacer que éstos nieguen la realidad con los peligros que ello trae”, e insiste: “El optimismo y la esperanza resultan beneficiosos. Las personas que tienen esperanzas tienen más resistencia en circunstancias penosas, incluidas las enfermedades físicas”. Por estos motivos, los especialistas recomiendan mantener una mirada positiva.<

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