DE PUÑO Y LETRA

¡ Ah, con estos políticos…!

"Contemporáneo de Quevedo, don Diego de Saavedra Fajardo fue un lúcido pensador, cuya obra más conocida es Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas, publicada en 1640, probablemente uno de los textos más erudito del Siglo de Oro. Habiendo leído muy bien al intrigante Maquiavelo, con un sentido opuesto, el sano propósito de don Diego era contribuir al óptimo desempeño ante las cortes de un príncipe cristiano, a la vez que componer una guía para gobernar con ética.
De carácter esencialmente moral y filosófico, el volumen es un verdadero tratado quizá menos de política que sobre la psicología de los políticos, sobrevivientes de todas las épocas, y de los que aún no sabemos si son necesarios, aunque ellos siguen convenciéndonos de que los necesitamos para resolver los problemas que probablemente sin ellos no existirían.
El perspicaz Winston Churchill conjeturaba que “el político debía ser alguien capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene; y de explicar después por qué fue que no ocurrió lo que él predijo”. Nikita Jrushchov, acaso definiéndose a sí mismo, fue más lejos e ironizó que “los políticos son siempre lo mismo; prometen construir un puente aunque no haya río”.
Pero aún menos divertido que apocalíptico, don Enrique Jardiel Poncela afirmaba que “los políticos son como los cines de barrio, primero te hacen entrar y después te cambian el programa”.
Pero vayamos a nuestra contemporaneidad, que los padece de diversas maneras, y los acepta con resignación cada vez más mediocres. Ya que hoy para ocupar un cargo político, como puede ser el de concejal, alcalde, diputado, senador, ministro o presidente de un gobierno, no es necesario tener ningún tipo de estudios ni una elevada cultura; sólo se requiere ser mayor de edad, disfrutar de los derechos de sufragio activo y pasivo, así como no estar inhabilitado para ejercer empleo o cargo público por sentencia judicial firme.
Es decir –y para simplificar- que puede ser cualquier hijo vecino que con cierta vocación de poder dedique sus horas a ese oficio dentro de este juego de sociedad que es la política.
De una u otra manera el ejercicio de la política se ha convertido en una jugosa oferta, originando una gran demanda de participación hasta cierto punto colectiva, aunque de intenciones cada vez más personales, por lo general alejadas del bien común y sobre todo con una pésima actuación de sus protagonistas, que en ciertos puntuales casos deriva en la condenable corrupción. Entre estos protagonistas existen, por lo general, las complicidades por encima de las lealtades y las transas suelen estar a la orden del día. Los casos paradigmáticos nos horrorizan cada vez más cuando cobran evidencia pública.
A la sazón quizá resulte interesante recomendar la lectura de otro texto más reciente, muy cercano al de Saavedra Fajardo; nos referimos a El político, un breve volumen de don José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (que se abrevió y se hizo conocido en el mundo de las letras con el seudónimo de “Azorín”). En ese exquisito ejercicio literario se aconseja con nobleza y picardía cómo debe ser y actuar un político. No son demasiadas estas condiciones ni tampoco están exentas de tomaduras de pelo; eso sí, con la debida tolerancia y el distraído disimulo, y con ecos de Maquiavelo, Baltasar Gracián, Castiglione y el ya mencionado Saavedra Fajardo.
La obra, escrita con tacto y exquisito estilo, incluye un irónico epílogo futurista de sabias recomendaciones, que nos deja cierta melancólica enseñanza en torno a la figura del político, de cómo debe ser y actuar. Sin olvidar Azorín que alguna vez él mismo formó parte de esa clase privilegiada.
Acaso no venga mal hacer una sinopsis de algunos de esos planteamientos extraídos del mencionado volumen. Decía Azorín, que “el político debe tener fortaleza. Condición indispensable para un hombre de Estado. Su cuerpo debe ser sano y fuerte” (por lo tanto nosotros proponemos hacer yoga o concurrir a un gimnasio diariamente). Recomendaba ser mañanero y acostarse temprano, advirtiendo que el mucho comer no es lo que aprovecha, sino el bien digerir (aquí recordamos aquello de don Quijote: “de luengas cenas están las sepulturas llenas”).
“Para estar sano y conservar la fortaleza –prosigue Azorín- ha de amar el cuerpo. Ame las montañas, suba a ellas (en un lujoso Mercedes Benz, claro), contemple desde arriba el vasto panorama. Mézclese en la vida menuda de los labriegos y aprenda en ellas las necesidades, dolores y ansias de la nación toda” (algo que parece bastante imposible sin las debidas distancias con los de más abajo, por supuesto).
Y sigue recomendando Azorín que “para perseguir la elegancia se ha de tener en cuenta el arte en el vestir, ya que esta debe ser una condición casi innata en todo político. La primera regla de la elegancia es la simplicidad (sin olvidar, agregamos nosotros, el lucir camisas y corbatas de Christian Dior). “Pero, atención, procure ser sencillo el político en su atavío, no use paños ni lienzos llamativos por los colores, o por sus dibujos. No ponga en su persona más que lo necesario. Sencillez y naturalidad: esta es la síntesis de la elegancia”, completaba, acaso con un gesto sarcástico.
Y luego: “No prodigarse ni en las calles, ni en los paseos, ni en los espectáculos públicos. Absténgase el político a esto: lo que mucho se ve, se estima poco. Sea difícil el político para las visitas, no reciba a todos, sino a contadas personas. No otorgue a todos su afabilidad y su cortesía. Tenga la virtud de la Eubolia que consiste en ser discreto de lengua, en ser cauto, en ser reservado, en no decir sino lo que conviene decir (sin olvidar tampoco, agregamos aquí, mostrar los dientes bien blancos, con la debida dentifricada sonrisa). No se desparrame en palabras el político, no sea fácil a las conversaciones y conferencias con los medios; sobre todo cuando se trata de cosas del Estado. Al informar hay que hacerlo con solemnidad, poco a poco; despacio para crear apariencia de mucha importancia y expectación. Mantener siempre la duda y una actitud impredecible”.
Cierto, quizá el mayor capital de un político no radica en su capacidad de gestión ni en la pureza de su ideología, sino en su habilidad a la hora de ser verborrágico, de conspirar, crear alianzas, corromper y, llegado el caso, traicionar a quien sea necesario con el fin de sumar poder.
Pero evidentemente, estas habilidades “oscuras” deben venir acompañadas de un alto nivel de formación, don de gentes, carisma, capacidad oratoria e interpretativa y un perfecto dominio de la escena mediática, competencias todas ellas indispensables a la hora de embaucar a las masas y a la hora de dignificar la imagen del partido político al que pertenecen y a los votantes que depositan su confianza en ellos. Cosas que, por otro lado, escasean en la gente que nos representa en estos tiempos.
La extrema mediocridad de la clase política contemporánea no es un fenómeno aislado, sino que se integra a la presente degradación ideológica y moral planetarias. No obstante, nadie llegó al fondo del asunto ni diagnosticó ese bajo nivel de la política, ya habitual desde hace años, como un síntoma de la extrema decadencia. Agreguemos, sin acritud, que genera un cierto escozor constatar los niveles que algunos han alcanzado.
Por último, Azorín concluye sabiamente: “Si el tiempo o los achaques le hicieren inútil para la vida pública, sepa determinarse a la retirada”. Algo imposible de imaginar en estos arquetipos del buen vivir que se asignan sueldos que superan con creces los de un maestro de escuela o un profesor".


(*) Escritor y periodista nacido en General Pinto, autor de libros de poemas, relatos y ensayos y fue amenuense de Jorge Luis Borges