José Luis Cabezas
POLICIALES

El asunto de la quinta frazada, la corrida de los jueguitos y el hippie que oyó

La trama del secuestro y asesinato de José Luis Cabezas tuvo pasajes arrancados del absurdo y lo macabro.

“A mí no me importa nada, yo les di el departamento con cinco frazadas”.
El hombre caía todos los viernes bien temprano con el mismo reclamo.
Una vez se lo hizo directamente al juez, cuando le tocó declarar como testigo. Otra, a uno de los secretarios y ya directamente no lo dejaban pasar de la Mesa de Entradas.
El hombre era un italiano radicado hacía muchísimo tiempo en la

Costa y después de años de esfuerzo en trabajos varios, había conseguido construir cuatro departamentos en un terreno no muy grande que había comprado en Valeria del Mar.
Los departamentos no eran lo que se dice gran cosa. Ni soñar con vista al mar ni ventanales que le permitieran usar el término “luminoso” a la hora de ofrecerlos en alquiler.

Si se permite la crueldad aplicada al rubro inmobiliario, podría decirse que parecían nichos. Pero el hombre llevaba años alquilándolos por temporada. No había ni diciembre, ni enero ni febrero y a veces hasta ni un mediados de marzo en que tuviese que lamentar tener uno vacío.

La clave, tal parece, radicaba en el precio y en que venían como anillo al dedo a personas que más que ir de vacaciones iban a trabajar en vacaciones. En aquellos 90, la época en que Pinamar fue uno de los escenarios centrales de la fiesta de la Pizza y el Champagne, a esos departamentos se los sacaban de la mano.

Ubicado sobre la calle Azopardo, de cercano acceso a las paradas del transporte colectivo Montemar, que históricamente ha unido las localidades en esa zona, los departamentos de “El Tano de la Frazada”, como se lo conoció en la investigación del Caso Cabezas, resultarían uno de los escenarios claves de la trama.

PROPINAS EN DÓLARES
Hacia la primera semana de enero de ese 1997 y a través de uno de los policías que luego sería procesado y condenado, el por entonces comisario de Valeria del Mar, Sergio Cammaratta, el Tano de la Frazada fue contactado por un policía de La Plata, nacido en Los Hornos pero por entonces vecino de City Bell, el oficial Gustavo Prellezo, un hombre conocedor y conocido en la zona. Prellezo se mostró interesado en alquilar uno de los pequeños departamentos del segundo piso por escalera.

Apenas una diminuta cocina, un bañito y una suerte de living con cuatro cuchetas con apenas una pequeña ventilación a un contrafrente.

La historia que se cuenta es que Prellezo dijo que quería alquilarlo para un sobrino y sus amigos que ese año planeaban trabajar como mozos en la costa pinamarense, un rubro que por entonces les aseguraba propinas en pesos que eran dólares.

El alquiler se pactó por dos semanas pero se extendió a una tercera cuando, se sospecha, el plan original que tenían para “apretar y asustar” a José Luis Cabezas, falló.

Es que entre los pasajes que acaso pasaron desapercibidos en la voluminosa causa por uno de los crímenes más conmocionante de la historia, hubo uno que parece arrancado de una pieza de Tarantino o de los hermanos Cohen, donde una situación absurda, impensada, termina en un desastre de sangre y muerte de tal magnitud que hasta se toca con el más denso de los humores negros.

La historia del departamento de Valeria del Mar, el de la Quinta Frazada, encerró otra historia que habla de la impunidad y las complicidades policiales por las que transitó el caso Cabezas. Una semana después de haberse alojado y a la espera de instrucciones, la banda de Los Hornos se comunicó con Prellezo para pedirle dinero para víveres. El policía solicitó a su colega de Valeria del Mar, Cammaratta, que encargara del asunto. Y este no tuvo mejor idea que encargarle el mandado a un joven agente, platense, que estaba destinado al Operativo Sol. “Llevá este sobre a este lugar”, le dijo.

OLOR A PORRO
Cuando le abrieron la puerta del departamento el olor a porro casi lo voltea. El joven agente dejó el sobre con el dinero y se fue, convencido de que debía informar a sus superiores sobre el aspecto de esos tipos que ocupaban el departamento. Lo hizo, pero no le llevaron el apunte.

Y tiempo después, cuando el caso había explotado, su testimonio tendría sustancial valor para la causa.

Cuentan que siguiendo la idea de una “operación” de apriete, con golpes de puño, patadas y un “mensaje” de “no jodas más” que acaso escondería una de las verdades perdidas del caso, hacia mediados de enero de ese año la llamada Banda de los Hornos esperó a José Luis Cabezas en las inmediaciones del hotel donde se alojaba. Era el hotel Victoria, un alojamiento que por entonces exhibía tres estrellas.

Ubicado en pleno centro de Pinamar, transitado a toda hora, en principio parecía un disparate atacar a golpes a alguien en ese lugar y pretender que nadie viera nada.

Pero había un elemento clave que los complotados tomaron en cuenta: en la puerta del Victoria había una suerte de valla de ligustros siempre prolijamente cortados, un elemento decorativo que durante años le dio identidad al lugar. La idea era entonces empujar a Cabezas detrás de los ligustros y trompearlo, como originalmente se les había pedido.

Eligieron para hacerlo las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche. Los cuatro complotados se dividieron en las inmediaciones para esperar al “objetivo”. ¿Contaron con información certera sobre sus movimientos? Todo indica que si, habida cuenta de las complicidades policiales que aparecerían reveladas más adelante. Media policía de Pinamar, si no toda, estaba enterada de que “algo” iba a pasar.

EL LIGUSTRO
Pero algo falló. El que tenía que cuidar el flanco izquierdo del ligustro y aparecer desde ahí para sumarse a los golpeadores, se demoró en la puerta de un local de juegos electrónicos conocido como Center Play, ubicado a pocos metros del Hotel Victoria y cruzando la calle Simbad el Marino a la altura de la principal Bunge. Era Gustavo González, uno de los luego detenidos y condenados por el crimen.

Cuentan que González se quedó en esa esquina envuelto en el ruido de las máquinas y el ir y venir de la gente, mayoritariamente adolescentes y niños con sus padres que iban a “los jueguitos”. Y que le llamó la atención el reloj que llevaba en su muñeca un pibe que a pocos metros parecía estar esperando a alguien.

Nunca se supo a ciencia cierta si se acercó para “verlo mejor” o para intentar arrebatárselo. Lo cierto que cuando en eso estaba, González oyó un grito detrás suyo . Un hombre de unos 50 años, de pelo canoso, piel bronceada y que vestía bermudas y mocasines, le gritó algo así como

“¿Qué hacés?”. Era, luego se sabría porque declaró en el juicio, el padre del pibe del reloj que se inquietó al ver que un desconocido se había acercado peligrosamente a su hijo, vaya a saber con qué intenciones.

Lo cierto es que González salió corriendo, cruzó Simbad del Marino y apareció a la carrera junto a sus amigos que lo primero que pensaron fue que los corría la policía, aunque no tuviesen en claro las razones.
La banda entonces se desbandó.

Y esa tarde-noche José Luis Cabezas salió del hotel Victoria con su equipo fotográfico, como un día más de labor en aquella cobertura periodística del verano.
Tras fallar la “operación” frente al hotel Victoria, la banda tuvo que extender su alojamiento en Pinamar hasta recibir una nueva orden.
Así llegaron a ese fatídico 25 de enero donde llevaron el plan a un punto de descontrol que terminaría en el horror.

EL HIPPIE
La banda planeó en principio llevar a Cabezas hasta un lugar en la oscuridad de Cariló, pero el plan fue abruptamente abortado. ¿Le pegaron un tiro dentro del coche y esto disparó un incontenible reguero de sangre?.

“No me hagan lío en la jurisdicción”, había sido la amistosa advertencia de uno de los policías de la zona que sabía de las intenciones de Prellezo y sus “sobrinos” de “hacer algo” en Cariló.

Quedaba claro que, como se sospechó entonces, la zona de Cariló fue liberada del patrullaje policial para que Cabezas pudiese ser llevado a un lugar en ese bosque oscuro para ser molido a golpes según el plan original.

Pero algo pasó antes de llegar a destino. Un joven que declaró en la causa, al que en la jerga de los investigadores y los periodistas que cubrieron el caso darían en llamar “el hippie”, dijo que cerca de las 5 de la mañana de ese día oyó un disparo.
El “hippie” ocupaba una de las carpas en un camping cercano al club Hipocampo, que luego cerraría y justo salió a hacer sus necesidades cuando oyó el estruendo.

La sospecha es que el ruido fue el tiro que recibió Cabezas dentro del auto en que era llevado a Cariló y que esa herida, a la altura del cuello, trastocó abruptamente todo el plan.
En esa misma mañana en que tras el secuestro y asesinato de Cabezas quemarían su cuerpo y el auto que usaba el reportero gráfico, ocurrió lo de la famosa Quinta Frazada.

La historia oficial, la que se plasmó en el juicio, diría que Miguel Retana no participó de la quema del auto y del cuerpo de la víctima. Pero hay otra versión que indica lo contrario.

Y que dice que Retana no solo quemó el cuerpo y el auto sino también sus propias ropas empapadas en la sangre de la víctima.
Retana fue el primero en confesar. Lo hizo el 9 de abril de 1997, tres meses después del crimen y al cabo de una poco seria investigación que intentó involucrar a una mujer vinculada al negocio de la “noche” marplatense, Margarita Di Tulio, alias Pepita la Pistolera y a un grupo de personas con las que se relacionaba.

En su confesión, Retana dijo que con “los pibes”, sus amigos de Los Hornos Auge, Braga y González fueron reclutados por el oficial de Policía Gustavo Prellezo para “asustar” al  fotógrafo José Luis Cabezas. Pero nunca pronunció el nombre de Alfredo Yabrán. Ese fatídico 25 de enero, con la luz del sol ya colgada en el cielo y el humo negro copando el aire de la cava donde perpetraron el crimen, la banda entró en modo fuga pero con una desesperación que no habían previsto.

LA FINADITA GILDA
El primer paso fue volver al departamento de Valeria del Mar a buscar los bolsos. A Retana no le dieron
tiempo a bajarse del auto y cambiarse. Uno de los complotados le tiró una frazada para cubrirse de alguna mirada indiscreta y del frío de la mañana. Era enero, claro, pero en la costa a las 5 y media de la mañana no suele dar para andar desnudo.
En su único reportaje que daría desde la cárcel, Retana me diría tiempo  en el Fiat Uno del oficial Prellezo, “escuchando un casette de la finadita Gilda”.

Antes de llegar al peaje de Conesa Ratana dejó la frazada y se vistió con la ropa que llevaba en el bolso.
Durante la extensa instrucción de la causa en Dolores a cargo del juez José Luis Macchi se oyó hablar muchas veces de la famosa quinta frazada.

Cuentan que una mañana un hombre de unos 60 años, entrecano, de baja estatura pero de brazos fuertes y vitales, se presentó en el juzgado a declarar en calidad de testigo por ser el dueño del departamento que la Banda de los Hornos usó como alojamiento ese verano.

Y que entre otros datos, el hombre pidió por su frazada.
“Yo alquilé con cuatro camas, cinco almohadas y cinco frazadas porque siempre hay alguien que quiere dormir con dos almohadas y otro que tiene frío”, diría.
Durante semanas, meses, el Tano de la Frazada insistiría en que alguien debía hacerse cargo de la pérdida.
Se cuenta que en una de aquellas jornadas en el que caso empezó a andar como un tren sin freno hacia la figura del empresario Alfredo Yabrán, alguien cercano al juez mandó a comprar una frazada.

 

COMENTARIOS