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LA COLUMNA INTERNACIONAL

Éxitos de Merkel y purgas en Norcorea

Ángela Merkel se fracturó la pelvis pero nunca, hasta ahora, metió la pata. Y a excepción de su accidente en los Alpes suizos, los últimos tres meses conforman un período exitoso para la canciller –denominación en Alemania para el cargo de primer ministro- y una demostración del funcionamiento acabado de la institucionalidad en su país.
Es que Merkel es una política con mayúsculas a la hora de manejar los tiempos. Avanza todo lo que puede y se frena cuando su avance no logra el consenso adecuado. Por el contrario, no toca nada si no existe un acuerdo previo en dicho sentido.
Pero lejos, muy lejos, está Merkel del oportunismo. Tan lejos como del seguidismo de cualquier encuesta.
No, ella sabe siempre para dónde quiere ir y eso lo sabe con antelación. Simplemente coloca el freno o aprieta el acelerador cuando la sociedad y las circunstancias aceptan o aconsejan el movimiento.
Y eso no es casual. Más allá del talento de Merkel para ejercitar su “tiempismo”, el pueblo alemán parece haber comprendido varias cuestiones: el valor del consenso, el respeto por las instituciones, la supremacía de la ley, la necesidad de la unidad nacional.
Por tanto, y de momento, se produce una simbiosis. Alemania y Merkel. Merkel y Alemania. Sí, ella conduce, pero las cuestiones mencionadas en el párrafo anterior conforman los límites a su conducción. El círculo cierra bien porque ella las acata y las comparte.

Liderazgo

Ángela Dorothea Merkel, nacida Kasner en Hamburgo en 1954 -59 años-, transcurrió gran parte de su vida en la desaparecida República Democrática Alemana, hoy incorporada a la República Federal Alemana, tras la caída del muro de Berlín y la unificación. Graduada en física en la Universidad de Leipzig, entró en política tras la caída del muro y, desde entonces, desarrolló una carrera meteórica que la llevó a la presidencia del partido demócrata cristiano (CDU) –conservador- en 2000 y canciller de Alemania desde el 2005.
En las elecciones de setiembre pasado, Merkel arrasó con el 41,5 por ciento de los votos, seguida por los socialdemócratas que solo cosecharon un 25,7 por ciento. Y aquí comenzaron a tallar los contrapesos de la política y la institucionalidad alemana para evitar cualquier intento de autoritarismo.
Como se trata de un sistema parlamentario –no presidencialista- un partido para gobernar en solitario necesita acumular más de la mitad de los escaños en el Bundestag –la cámara baja del parlamento alemán-, algo muy difícil de lograr, dados tres factores. Por un lado, la no obligatoriedad para los ciudadanos de votar; por el otro, la existencia junto a dos partidos dominantes de estables formaciones más pequeñas; por último, una dispersión del voto que determine la confluencia de al menos dos partidos en el gobierno.
Para gobernar en solitario a Merkel y sus conservadores solo les faltaron cinco escaños de los 316 requeridos. Como su anterior aliado, el partido Liberal (FDP) no alcanzó el mínimo del 5 por ciento de los votos para tener representación parlamentaria –quedó en un 4,8-, Merkel debió formar gobierno con los socialdemócratas: la “gran coalición”.
Es que en Alemania, quien gana no se lleva todo como en la América hispana, sino solo la parte que le corresponde. Por tanto, se hace lo que deciden los ciudadanos. Y en Alemania, decidieron que los dos grandes partidos cogobiernen.

Acuerdos

Claro que para cogobernar hay que ponerse de acuerdo. Saber cuáles cosas los unos y los otros ceden.
En Alemania, el acuerdo se logró. Pero no fue de la noche a la mañana. Llevó dos meses de negociaciones. Participaron 75 negociadores, divididos en 12 comisiones que firmaron un documento de 170 carillas. Luego, fue aprobado por la directiva conservadora pero los socialdemócratas lo aprobaron mediante un referéndum del que participaron buena parte de sus más de 400 mil afiliados.
Y los conservadores de Merkel cedieron un salario mínimo -8,50 euros la hora- inexistente en Alemania y una mejora de las pequeñas jubilaciones y de las pensiones a las amas de casa, además de la reducción de la edad jubilatoria a los 63 años para quienes acumulen 45 años de trabajo. En lo social, se acepta la doble nacionalidad para los hijos de extranjeros nacidos en Alemania.
Hasta allí, y no más, llega la distribución del ingreso solicitada y defendida por los socialdemócratas. Pero Merkel y los suyos acuerdan sin traicionar su gran postulado que es el equilibrio presupuestario.
Es decir que la redistribución se llevará a cabo con ingresos fiscales sobrantes. No con déficit, ni con aumento de impuestos. En otras palabras, con ingresos genuinos. Pero es más, la administración Merkel exhibe números tan envidiables que sin afectar el equilibrio fiscal, es decir con sobrantes, el Estado invertirá 23.000 millones de euros, de los cuales 5.000 irán a la formación y enseñanza especializada, 3.000 a la investigación y desarrollo, 5.000 al transporte y el resto a la renovación de la matriz energética.
Tras el accidente de la central nuclear de Fukushima en Japón, Alemania decidió dejar de producir energía nuclear y reemplazarla, fundamentalmente, por energía de origen renovable.
Con Merkel no se bromea. Todo es posible pero solo con recursos genuinos. Tal vez por ello, los alemanes continúan votándola. Porque no les aumenta los impuestos y porque les defiende el dinero. No lo dilapida en casa y mucho menos en Europa.
De allí que de aquí en más veremos una canciller que peleará duramente por nuevos acuerdos europeos que obliguen a todos los socios a una buena administración.

Corea del Norte

Decididamente no son pocos los gobernantes del mundo que, quién más, quién menos, tienen como objetivo un autoritarismo disimulado bajo formas y apariencias democráticas y republicanas.
No son, en cambio, demasiados quienes directamente se inscriben –como fue otrora- como dictadores en sus distintas acepciones: de persona, de partidos, de grupo, de sector.
Si el autoritarismo está a la orden del día, las dictaduras en cambio son una rémora del pasado. China, Vietnam, Cuba, Laos, Birmania, entre otros pocos, aún recuerdan las dictaduras comunistas previas a 1989 y los regímenes militares tan repartidos por África, América Latina y Asia, antes de dicha fecha.
Pero, ninguno de todos ellos, llega a la brutalidad del régimen de Corea del Norte.
Presente en los análisis debido a su pretensión de contar con armas nucleares y su agresividad, el régimen acaba de demostrar por qué es considerado como el último gobierno estalinista del mundo.
Es que si algo caracterizó al estalinismo en materia de derechos humanos fueron los campos de internación de disidentes –el famoso Gulag- y las purgas seguidas de muerte de los partidarios arbitrariamente definidos como infieles, contra revolucionarios o lo que fuese.
Pues bien, el joven autócrata de Corea del Norte, Kim Jong-un, hijo y nieto de los otros únicos dos gobernantes del país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, acaba de fusilar con un sumarísimo juicio previo a su tío, Jong Song-thak, el otrora influyente cuñado de su padre.
Entre el arresto, durante una sesión del plenario del Partido Comunista norcoreano y el fusilamiento transcurrieron solo tres días. Nadie puede tomar en serio la parodia de juicio militar.
Vale la pena transcribir el comunicado sobre la cuestión de la agencia noticiosa oficial norcoreana KCNA: “el acusado es un traidor a la nación, que perpetró actos facciosos contra el partido y actos contra revolucionarios para deponer a la dirección de nuestro partido, del Estado y del sistema socialista”.
Sigamos con KCNA, “se declaró culpable de un crimen tan repugnante como el de intentar deponer al Estado por intermedio de todo tipo de intrigas y de medios despreciables con la ambición frenética de apoderarse del poder supremo”.
Sin nombrarlo, los medios oficiales califican a Jong de “despreciable porquería humana… peor que un perro”. Además lo acusan de mantener “relaciones inapropiadas con mujeres” y de estar “afectado por el modo de vida capitalista”.
Y KCNA cierra el círculo al tratarlo de “enfermo ideológico, extremadamente ocioso y desaprensivo, consumía drogas y derrochaba divisas extranjeras en los casinos mientras era curado en el extranjero con gastos que pagaba el partido”.
Sí, claro, a alguien así solo se lo puede fusilar, hoy en día, en… Corea del Norte.

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