El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas decidió poner fin a la misión de paz de ese organismo internacional en Siria. De aquí en más, no existe esfuerzo diplomático organizado para terminar las violencias que ocurren en dicho país y que ya costaron, según cálculos creíbles, 23.000 vidas humanas y cuantiosas pérdidas materiales.
Seguramente, muchos analistas atribuirán rápidamente la categoría de fracaso al esfuerzo de la ONU. Ya lo hicieron cuando, hace un par de semanas, el ex secretario general de la organización, el ghanés Kofi Annan, designado como mediador, presentó su renuncia ante la imposibilidad manifiesta de llevar a buen puerto sus oficios.
Tal vez, y a los efectos de repartir mejor las “culpas” que implican una continuidad de la matanza, conviene recordar las palabras de Annan en el texto de su renuncia.
Allí, habló de “las acusaciones e insultos” en el seno del Consejo de Seguridad que hacía imposible su accionar.
Esas acusaciones e insultos tienen que ver con la división operada entre los miembros permanentes del Consejo. Por un lado, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, dispuestos a sancionar a la longeva dictadura de los Al-Assad, padre antes, hijo ahora. Por el otro, China y Rusia, que bloquearon los tres proyectos de resolución presentados al respecto.
El caso sirio
Cierto es que, en materia de relaciones internacionales generalmente, por no decir siempre, es verificable la máxima que dice que los países no tienen amigos, sino intereses. Solo así, con absoluto desapego de cualquier categoría moral, pueden justificarse las posiciones china y rusa.
El régimen de Bachar Al-Assad es una dictadura sin eufemismos. No se puede hablar allí siquiera de autoritarismo. Es totalitarismo con todas las letras. Es más, es un totalitarismo personal. No existe estructura política o estatal que lo sostenga.
Solo es un poder del presidente rodeado de sus amigos y, en alguna medida, los miembros de su confesión minoritaria: el islam alauita.
Al-Assad recurrió, al igual que su padre Hafez, al asesinato, al encarcelamiento, a la tortura, a la persecución, al exilio y a la reducción al silencio de sus eventuales opositores. Recurrió a la delación y al miedo.
Bajo esas condiciones, solo es posible conseguir una dilación más o menos prolongada de un levantamiento popular. Que inevitablemente debe llegar como llegó.
Pasó en Túnez, pasó en Egipto y pasó en Libia.
Solo que en Túnez y en Egipto, no así en Libia, los regímenes autoritarios limitaron el empleo de la violencia contra sus opositores. Sí, hubo muertes, pero sensiblemente menos que las que hubo en Libia e insignificantes en número, frente a las que ocurren en Siria.
La diferencia con Siria, que es el caso que nos ocupa, es que el dictador no solo está determinado a reprimir el levantamiento a sangre y fuego, sino que utiliza su poderío militar, por ejemplo artillería, tanques y aviación, para combatir a sus conciudadanos.
Una desproporción enorme que habilita la intervención internacional cuya obligación, incluida en la Carta de las Naciones Unidas, es la protección de los civiles y los pueblos.
La vara con que se mide
De allí que la cuestión de los intereses, si bien relevante, no deja de ser condenable ¿Cómo justificarán históricamente China y Rusia, el haber impedido las sanciones a Al-Assad?
No parece casual que se trate de dos países que poco apeguen a la democracia y a los derechos humanos. Para Rusia, ambos vocablos son casi formales.
Para China, no solo carecen de significado, sino que hasta resultan subversivos. Tampoco resulta casual que quienes se juntan para sostener al régimen sirio, por citar solo algunos ejemplos, sean Irán, Venezuela y Cuba. Es esta una primera línea divisoria que suele mencionarse poco. De un lado, las democracias del mundo, del otro los autoritarismos y totalitarismos.
Estos últimos, siempre listos para profundizar las contradicciones en las que suelen incurrir, lamentablemente demasiadas veces, las primeras, cierran filas rápidamente cuando el puesto del banquillo de los acusados es para uno de ellos.
Veloces, muy veloces, para acusar a los Estados Unidos, a Europa y a las democracias reales del resto del mundo por cualquier inequidad, hacen la vista gorda y apoyan sin cargo de conciencia a un régimen dictatorial asesino.
El fracaso pues de Naciones Unidas no es entonces un traspié de la organización. Es el incumplimiento del mandato por el que fue creada por parte de quienes tenían la obligación moral de aislar, diplomática y militarmente, a un régimen sanguinario.
El presente
El régimen sirio eligió la guerra y sus adversarios tomaron el guante. Es lo que queda tras el retiro de la misión de paz. El resultado será militar. Con vencedores y vencidos. Con venganzas y ejecuciones. Con violencia y con sangre.
Aún así ¿Son iguales las responsabilidades? No, no lo son. Era previsible, lógico y hasta deseable que los opositores, algún día, dijesen basta a la tiranía. No era previsible, ni lógico, ni mucho menos deseable que Al-Assad reaccionara con semejante brutalidad.
Pudo haber negociado. Su continuidad con cambios sustanciales. Y si ya era tarde para ello, pudo haber negociado su salida con algún tipo de salvoconducto para él y los suyos.
Prefirió la represión. Cuando la represión no le alcanzó, optó entonces por la guerra.
Una guerra civil, ahora sí, con todas las letras. Hoy, la oposición y su “Ejército de Liberación” constituido básicamente por desertores de las Fuerzas Armadas, domina el 70 por ciento del territorio. Lucha, con distinta suerte, en las dos principales ciudades del país, Damasco y Alepo. Y hasta tiene la osadía de perpetrar un atentado en pleno centro de Damasco que descabezó la cúpula militar del régimen.
Aún, sin superioridad militar, la oposición consigue victorias políticas en cada deserción de hombres del régimen que se pasan a sus filas. La más notoria de ellas, y muy reciente, la defección y la huida con toda su familia, del primer ministro de Assad.
Salvo Irán, el Hezbollah libanés y, en menor medida, el Hamas palestino, todo el resto del mundo árabe y musulmán decidió apoyar la rebelión.
La Organización de Cooperación Islámica, reunida en La Meca, suspendió al régimen sirio del organismo, con el voto de 56 de sus 57 miembros. Solo Irán, votó en contra.
Peligros
La ahora guerra civil siria conlleva un peligro de envergadura: su internacionalización. La opción militar, finalmente elegida tras la intransigencia de China y Rusia, significará una intervención cada día más abierta de Irán, del lado del régimen, y de Turquía, Arabia Saudita y Qatar, al lado de los rebeldes.
Es un secreto a voces que estos tres últimos apoyan con armas y financiamiento a la rebelión. Turquía, inclusive, ofrece santuarios para los sublevados quienes, por otra parte, ya dominan todos los puestos fronterizos que separan a los dos países.
La cuestión no es menor a poco de recordar que la zona alberga a Israel cuya paciencia se agota ante el avance iraní en materia nuclear.
A Irak, donde la pacificación aún está muy lejos de ser lograda y donde esta semana estallaron varias bombas simultáneas durante el fin del ramadán musulmán.
Al Líbano, donde campea el Hezbollah chiita pro iraní y donde se acaban de producir secuestros de ciudadanos sirios.
Al Yemen, donde están particularmente activas las células de Al Qaeda en la Península Arábiga. Y el desierto del Sinaí egipcio donde se produjeron ataques no del todo aclarados a sus puestos de frontera.
La pregunta del millón es si occidentales, por un lado, y chinos y rusos, por el otro están dispuestos a involucrarse más allá de sus apoyos políticos.
La cuestión siria amenaza, pues, en convertirse en un conflicto de envergadura, cuando menos regional. Todo porque algunos creen que sus intereses pasan por defender a un dictador que no solo martiriza su propio pueblo sino al que alguna vez habrá que hacerle rendir cuentas por tráfico de drogas, financiamiento del terrorismo y hasta su participación en atentados en distintas partes del mundo, inclusive, tal vez, aquel de la AMIA, en Buenos Aires.
LA COLUMNA INTERNACIONAL
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