ANÁLISIS POLÍTICO

En estado de descomposición

Algo huele mal en la Argentina. La muerte del fiscal Alberto Nisman trajo de vuelta al espejo colectivo la imagen de un país alejado de la normalidad, cuyas instituciones no garantizan la organización de la sociedad. Y que en algunos casos, atentan directamente contra ella. El traumático inicio de 2015 también deja al desnudo el socavamiento de un sistema de poder que impera desde la salida de la crisis de 2001-2 y que da múltiples señales de agotamiento.
La desconfianza absoluta de la Presidenta en los servicios de inteligencia es, en rigor, el último capítulo de una saga que antes había registrado desgajamientos del kirchnerismo en los gremios y luego entre los intendentes, que horadaron una de las bases en las que siempre se apoyó el peronismo: la territorialidad. En este sentido, el reciente pronunciamiento de la cúpula del PJ -en la que sobresalen los gobernadores- debe ser interpretado como un sostén a la gobernabilidad.
Porque quedó claro que el Partido Justicialista –al que sólo acude el Frente para la Victoria cuando tiene problemas realmente serios- se dirigió a Cristina Kirchner a la hora de respaldar su denuncia de un complot y le dio la espalda a la ciudadanía, que en forma mayoritaria piensa otra cosa, tal cual lo reflejan las primeras encuestas realizadas tras la muerte de Nisman. Así, los gobernadores podrían pagar un costo altísimo por su ratificada lealtad hacia la Presidenta.
A sabiendas de esa situación, los mandatarios provinciales –entre quienes se destaca Daniel Scioli porque se juega la Presidencia de la Nación- conjuraron de ese modo las versiones que daban cuenta de la convocatoria a elecciones anticipadas ante el descalabro político y social que provocó la muerte dudosa del fiscal especial del caso AMIA. Aunque la evolución del escándalo no garantiza a la Casa Rosada que el apoyo se mantendrá de manera irrestricta.
De hecho, los gobernadores del PJ habían llegado a la sede partidaria de la calle Matheu con un documento en borrador cuyo contenido era mucho más atenuado que el que finalmente salió a la luz, bajo el celoso control político del secretario presidencial Carlos Zanini.
En esa lógica de un partido acostumbrado a los pliegues del poder, hubo dirigentes que celebraron que la Presidenta no haya hablado por la cadena nacional, pese a que la mandataria recibió duras críticas por ello. Entre quienes razonaron de ese modo se impuso el temor a que el mensaje fuera tomado como un agravio por la población, como le sucedió a Fernando de la Rúa en 2001. La carta publicada en Facebook fue un método preventivo.
¿Qué habría sucedido si Cristina Kirchner hubiera aparecido en cadena pronunciando un discurso como el que escribió por las redes sociales? Probablemente, las protestas que se realizaron en distintos puntos del país –entre ellos la Plaza de Mayo y la quinta de Olivos- habrían sido más numerosas y desarrollado otro nivel de indignación. De todos modos, el Gobierno se equivoca al identificar la protesta sólo con la corriente de los cacerolazos.
La muerte de Nisman tocó una fibra más profunda en la ciudadanía que la mera opinión política sobre el rumbo del país que puede provocar protestas contra un gobierno. La discusión está instalada en las familias de forma inédita –sólo equiparable en los últimos años a la crisis del campo- y al oficialismo ya le queda corto el argumento de que los medios de comunicación operan en su contra. Ante un caso tan concreto, pierde efecto la idea de la “verdad relativa”.
Como en los momentos fundacionales del país, “el pueblo quiere saber” la verdad: ¿El fiscal se suicidó o lo asesinaron? A partir de ese hecho fáctico, cada quien sacará sus conclusiones. El propio Gobierno ya lo hizo al pegar un volantazo de la primera a la segunda hipótesis, acuciado por los sondeos de opinión que reflejan que un promedio del 75% de los encuestados considera que Nisman fue ultimado. El año electoral parece hacer temblar las convicciones.
También agudiza la necesidad de la mesa chica del kirchnerismo -en la que sólo están la Presidenta, la conducción de La Cámpora y otros pocos funcionarios- de despegarse de algunos dirigentes afectados por las escuchas telefónicas a las que accedió Nisman, como el ex piquetero Luis D´Elía y el líder de Quebracho, Fernando Esteche. Ambos sufren por estas horas un creciente destrato del oficialismo, que les avisa de esa manera que corren por su cuenta.
Así, D´Elía pasaría de la categoría de leal absoluto a ser un lobbista iraní infiltrado en el kirchnerismo, mientras que Esteche es señalado como el jefe de una agrupación sembrada por los servicios de inteligencia para romper manifestaciones en beneficio de los gobiernos de turno. Sin ir más lejos, eso es lo que siempre pensaron de ellos en sectores de oposición, por lo que no deja de llamar la atención que esos argumentos surjan ahora de la Casa Rosada.
Por eso, D´Elía y Esteche deberían intuir que la Presidenta sólo defenderá a uno de los involucrados en las escuchas: el diputado Andrés “Cuervo” Larroque, lugarteniente de su hijo Máximo en La Cámpora. Ni que hablar de Jorge “Yussuf” Khalil, el supuesto comerciante de origen sirio a quien señalan como agente del régimen iraní, sobre cuyo paradero no se tienen precisiones aunque no faltan los que especulan con un viaje relámpago.

Autor ideológico
Fuentes cercanas al Gobierno dejan trascender que tampoco se sabe dónde se encuentra Antonio “Jaime” Stiuso, el desplazado agente de la Secretaría de Inteligencia (SI) a quien el Gobierno acusa de ser el “autor ideológico” de la muerte de Nisman. La Presidenta no lo denunció formalmente ante la Justicia sino sólo en el plano político, pero parece haber sido elegido como el enemigo. Stiuso era jefe de Contrainteligencia de la SI hasta que la Presidenta nombró a Oscar Parrilli al frente de esa Secretaría que consideraba desmadrada. Sobre todo, porque llegó a la conclusión de que una parte de ella ya estaba trabajando para el próximo gobierno –sea cual fuere- y no para la continuidad del kirchnerismo. Por eso se recostó en la información que le suministraba César Milani, el jefe del Ejército que se formó en la división de Inteligencia.
Todo ello, pese a que la Ley de Seguridad Interior prohíbe a las Fuerzas Armadas realizar espionaje. Con la misma desidia, también se admite como algo natural que la comisión bicameral de seguimiento de las actividades de inteligencia sólo se haya reunido cinco veces en los últimos siete años –es decir en los dos mandatos de Cristina-, una cifra que contrasta con los 25 encuentros que tuvo de 2003 a 2007, bajo la presidencia de Néstor Kirchner.
Para el poder político resulta muy peligroso no tener una oposición en condiciones de ponerle límites. Y para el sistema democrático, esos “pesos y contrapesos” son indispensables, ya que no puede quedar todo librado a la interna del partido gobernante y de los servicios de inteligencia.<

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