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Esperando a Messi

“Aquí come Messi cada semana”, me dijo un vecino, ignorando la tormenta que dicho dato acababa de desatar. El restaurante es, por supuesto, argentino. “Vamos mañana mismo”, comenté. “Pero tengo que ir al colegio y salgo a las cinco”, replicó mi hijo. “Pues no vayas al colegio”, apunté con autoridad, y el asunto quedó zanjado. A la una y media en punto estábamos sentados en una mesa convenientemente ubicada, con vistas a la puerta, y comenzamos a pedir churrasco, asado de tira, chorizo criollo y una larga serie de platillos que nos entretuvo hasta las tres de la tarde, hora en que cerró el restaurante sin que Messi apareciera. Al día siguiente, después de darle vueltas al tema durante toda la noche, unas vueltas que también tenían que ver con la indigestión, anuncié: “Hoy tampoco irás al colegio, vamos a plantarnos en ese restaurante hasta que aparezca Messi”. Y así lo hicimos: volvimos a pedir toda la gama de platillos y a las tres de la tarde, como el día anterior, salimos cabizbajos, y sumamente indigestos, sin haber conseguido nuestro objetivo. Al día siguiente, el viernes, repetimos la operación: mi hijo no fue al colegio y mi trabajo, entre el tiempo que me quitaban las comilonas y el que me tomaba recuperarme de éstas, comenzaba a tener un escandaloso rezago. El fin de semana no asistimos al restaurante, el Barça jugaba fuera y sus futbolistas no regresarían a la ciudad hasta el domingo en la noche. Eso nos dio un margen de dos días para la desintoxicación física y mental, porque ver a Messi en el restaurante estaba convirtiéndose en una obsesión. El lunes comenzó con esta frase de mi hijo: “Papá, creo que hoy ya tendría que ir al colegio, me estoy atrasando”. “De ninguna manera, hijo mío”, le dije yo, “tenemos un proyecto y habrá que concluirlo”. Y en eso estamos.

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