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Ébola

La semana pasada tomé un taxi y el conductor me dijo que se sentía enfermo: fiebre, tos. Le pregunté si no le convenía quedarse en su casa y respondió: “Para estar enfermo hay que tener plata”. Cuando se anunció que una española era la primera persona infectada de ébola fuera de África, recordé que el 1 de agosto los diarios habían publicado esta noticia, que guardé: “El creciente temor a que el brote de ébola en África, que ya dejó 729 muertos, se propague a otros continentes llevó ayer a la Organización Mundial de la Salud a lanzar de urgencia un plan de 100 millones de dólares para combatir el virus”. Otra vez: “El creciente temor de que se propague a otros continentes”. A ver si nos entendemos: no fueron los 729 muertos que, hasta ese momento y en Guinea, Liberia y Sierra Leona había producido el virus; ni los 1.323 casos que se habían registrado desde 2013 (ahora son más de 4.800 muertos, más de 10.000 casos). Fue “el creciente temor de que se propague a otros continentes”. Me gustaría saber en qué pensó el Señor OMS cuando pensó “otros continentes”. Me gustaría saber si 729 muertos en Guinea, Liberia y Sierra Leona son más soportables que 729 muertos en –ejemplo- Alemania, España, Estados Unidos. Porque si los 729 hubieran estado muriendo desde hace meses en –ejemplo- esos países, quizás el Señor OMS se hubiera apurado un poquito. En verdad, los africanos deberían estar agradecidos de que el virus sea tan letal y contagioso: si el ébola no estuviera mordiendo ahora las gargantas más poderosas de Occidente, ellos seguirían muriendo -como siguen, de tantas otras cosas- solos, olvidados, hemorrágicos. Las pruebas sobran: todos saben quién es Teresa Romero. Intenten, ahora, recordar el nombre de un infectado africano. De uno solo. 

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