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¿Y si archivamos la idea de soberanía?

Las disputas por la soberanía territorial han perturbado las relaciones internacionales, por lo menos, desde los tiempos del Antiguo Testamento.

En la actualidad, rara vez vuelvo a mi Wallsend-on-Tyne natal, ya que mis parientes no están más allí y apenas puedo identificar los viejos puntos de referencia en medio de las docenas de propiedades idénticas de esas que el poeta y escritor John Betjeman detestaba tanto. Pero cuando sí volvía, siendo estudiante en Oxford allá por los 60, todavía podía pararme en una pequeña colina en el campo de un productor (el lugar de un enfrentamiento sangriento entre los sajones y los vikingos en el año 867 de nuestra era) y girar mi mirada en el sentido de las agujas del reloj: al norte, hacia los amplios campos de Northumbria que se extienden hasta la frontera escocesa; al este, los mares que llevaban hasta las orillas de Jutlandia en el Báltico; al sur, hacia las tierras del Obispo de Durham, la gran catedral normanda y el Vale of York – más allá, Londres; y al oeste, por el hueco de Hexham, hacia Carlyle y el Mar de Irlanda.
A mis pies tenía una capa tras otra de asentamientos, masacres, cambio económico e invención.
Y, para quien conoce los nombres de los lugares ingleses, en ellos también se reconocen los sucesivos grupos étnicos que dieron a una ciudad su sentido acumulado, tanto aquí como en todas las Islas británicas. Los distintos ocupantes fueron dejando partes del nombre actual. Dadas las numerosas capas de asentamientos que generalmente se entrelazan en los nombres, los restos arqueológicos y la arquitectura vernácula del norte de Inglaterra como también, por otra parte, de la Toscana, Malta o incluso Connecticut, no puedo creer que un solo grupo de ancestros pueda proclamar un monopolio ulterior sobre territorios con una historia tan rica.
Realmente, muevo la cabeza con incredulidad cada vez que leo una información acerca de defensores de intereses de algún grupo tribal religioso estadounidense en los Balcanes o Palestina que reclaman plenos derechos sobre ciertas tierras simplemente porque sus antepasados vivieron allí durante un tiempo.
Aquí en mi Northumberland natal, podemos considerar los restos del hombre de la Edad de Piedra, de celtas, romanos, de tribus germánicas, nórdicos y demás.
¿Qué pasaría si volvieran todos a reclamar la posesión de la colina donde yo estaba parado? ¿Qué pasaría si cada uno de ellos dijera que su religión lo impulsa a recuperar esas tierras ancestrales, y no admitiera a nadie más? Por supuesto, cada uno tiene un derecho parcial –ustedes vikingos, pueden tener la parte que les corresponde del siglo VIII al XI, ¿de acuerdo?- pero es imposible dar a cada uno todo el territorio que reclama.
Estaba a punto de iniciar este párrafo con las palabras, “De modo que todos los hombres razonables pueden aceptar...” pero la realidad es que, cuando se trata de disputas territoriales históricas, son pocos los hombres razonables. Aparece cierto impulso primario a decir “esta tierra es mi tierra”, aun cuando la evidencia histórica objetiva pruebe que por momentos no fue su tierra y que otros pueblos la habitaron. Una negativa cortés de su parte o de mi parte no tiene ningún peso cuando otra persona insiste en que un ser todopoderoso bajó del cielo para concederle la propiedad eterna de ciertos territorios.
Cuando los exploradores occidentales llegaron a una isla del Pacífico en el siglo XVIII e interrogaron a sus habitantes sobre la historia del pueblo, éstos les aseguraron que el Gran Dios del cielo les había otorgado las tierras, muchos millones de años antes. No correspondía que los visitantes se rieran demasiado, pues ¿acaso su propio himno nacional no afirmaba que Gran Bretaña había nacido “por orden del cielo”? El hecho de que otros pueblos reivindicaran un favor especial con la dispensa del Todopoderoso era claramente erróneo, un signo de su ignorancia o de su mala intención.
Estas disputas por la soberanía territorial han perturbado las relaciones internacionales, por lo menos, desde los tiempos del Antiguo Testamento o de los conflictos entre atenienses y espartanos.
Además, no existe ninguna probabilidad de que la adjudicación de un tercero sea aceptada por los fanáticos, los movimientos irredentistas y los nacionalistas apasionados. El tratado entre España y Portugal de 1494 que declaraba la división del mundo exterior fue completamente inaceptable para los franceses, los holandeses y los ingleses de la época. Sir Cyril Radcliffe, presidente de la comisión de límites que dividió Pakistán e India en 1947, fue criticado tanto entonces como posteriormente por sus decisiones. En Europa, las disputas fronterizas fueron causa de muchos conflictos sangrientos a lo largo de los siglos.
Los estudiantes de historia a veces se desentienden de estas contiendas o se burlan de ellas por su parcialidad. El famoso historiador británico A. J. P. Taylor observó, sólo a medias en broma: “En 1919, los pueblos permanecieron mientras que las fronteras se modificaron. En 1945, las fronteras quedaron fijas, mientras que los pueblos fueron movidos por la fuerza. ¿Qué solución causó menos problemas?” De pie en mi colina de Northumbrian, no siento, pues, que alguno de sus conquistadores pasajeros tenga un derecho incuestionable a la herencia permanente.
De hecho, prefiero más bien la posición sabia adoptada por el famoso personaje de Rudyard Kipling, Puck of Pook’s Hill, cuando relata las numerosas generaciones de pueblos que avanzaron por los valles bajo sus tierras boscosas de Sussex, agregando cada uno su sello durante un tiempo antes de desaparecer y ser reemplazados por otro. En las palabras maravillosas de Kipling, esto era “Senda y Campamento y Ciudad perdida, Pantano Salino donde ahora hay maíz, Viejas Guerras, Vieja Paz, Viejos oficios que ya no están. ¡Y así nació Inglaterra!” ¿No hay acaso en esto un mensaje para todos esos grupos que ahora reclaman la soberanía absoluta sobre territorios largamente disputados?
¿No pueden quitarse las anteojeras y ver la riqueza que tantas culturas derramaron en nuestras tierras?


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