ENFOQUE

Paradojas y metáforas de Cien años de soledad

Fue una casualidad que a comienzos de este año programara “Cien años de soledad” en mis cursos de literatura, sin sospechar que el 1 4 de abril moriría Gabriel García Márquez.
Mi propósito era releer a algunos escritores latinoamericanos de aquella brillante generación dado que había pasado mucho tiempo, más de cuarenta años, desde aquellas primeras lecturas.
De “Cien años de soledad”, curiosamente, no recordaba casi nada, acaso sólo un nutrido revuelo de mariposas amarillas sobre un pueblo de casas blancas, y la estólida figura del coronel Aureliano Buendía con su uniforme sempiterno.
Lo que sí recuerdo, de los días en que lo leía, es haberme visto envuelto, casi arrastrado, en una ola generacional ardiente de utopías, como circulando por una ancha avenida alentada por los credos de entonces: la conciencia de la realidad, la revolución social, el descubrimiento político y literario de Latinoamérica, la libertad personal, el cine y en general el amor por la música y el arte, y por los grandes artistas que hicieron época. Y por supuesto en aquella marcha nos acompañaban Cortázar y García Márquez, Onetti y Vargas Llosa, Rulfo, Carpentier y Cabrera Infante.

La imaginación


Entre las cosas obvias que había olvidado de la novela, más allá de esa trama abigarrada y desopilante, era el insólito despliegue de una imaginación desbordante, quizás sin antecedentes en la literatura, salvo que nos remitiéramos a Rabelais.
El predominio de la magia por sobre la historia, el recurso constante a la fábula y a una mitología popular recóndita, el rechazo a cualquier tipo de código ya sea moral, estético o ideológico para imponer sus propios fueros, los de la ficción total, los del absoluto dominio del escritor sobre sus materiales.
Lo que resulta paradójico es que esa textura fantástica, si se quiere ahistórica, mítica, haya provocado en una generación de lectores, la de los años setenta, una proyección histórica directa, social, geopolítica. Es más, fue como una revelación, una epifanía, el descubrimiento de Latinoamérica en sus condiciones materiales más críticas, y como entidad que nos incluía.
Por supuesto que García Márquez no fue inocente en relación a la historia. Aún envueltos en una trama no convencional los dueños del poder, los políticos, los militares, los empresarios inescrupulosos, están dibujados con una ironía profunda y una suerte de conmiseración aciaga.
Tampoco falta la presencia de la “compañía bananera”, un monopolio extranjero que desata la represión asesinando a tres mil obreros, cuyos cuerpos son conducidos en trenes y arrojados al mar. Incluso la invención de Macondo, centro del mundo como en toda narración mágica, como también lo fueron el Comala de Rulfo o la Santa María de Onetti, supone una connotación premeditada. La crítica de la época lo interpretó como “un gesto secreto, casi clandestino, destinado a latinoamericanizar un dato geográfico local, restringido, y así convertirlo en una gran plataforma latinoamericana”.
Este rasgo es lo que dio a ese grupo de escritores el carácter generacional, todos ellos, aún con propuestas estéticas diferentes, afirmaron su pertenencia a un continente “desesperadamente esperanzado, a una suma de comarcas borrosamente unidas, no sólo por la afinidad de lenguas sino también por el subdesarrollo, la explotación, el analfabetismo y la miseria”.

Devoción literaria

Sin embargo más allá de cualquier lectura histórica, lícita sin duda, la característica central del libro es la devoción por la literatura como ámbito propio. Sus búsquedas son más amplias y más profundas, en todo caso son búsquedas míticas, antropológicas. Por ejemplo, al tomar como modelo para sus personajes a tipos locales, “representativos”, y luego trasponerlos al plano mítico a fuerza de sobredotarlos de identidad, estos personajes se desbordan de sí mismos y actúan en el lector más allá de los términos en que fueron descriptos, de alguna manera rompen el libreto y nos incitan.
Uno de los personajes centrales, Úrsula Iguarán, la primera mujer de la saga familiar ve al mundo como si estuviera dando vueltas y al tiempo como si girara en redondo. En “Cien años…” todo se repite, como los nombres de los hijos y los nietos. La casa y el mismo pueblo son destruidos y vueltos a edificar varias veces, a cada período de paz sucede un cataclismo, sin embargo esas evoluciones no vuelven las cosas al mismo lugar, sino que lo que avanza es el deterioro y la decadencia, como si el sentido del movimiento fuera siempre de la inocencia a la desilusión, del progreso esperanzado hacia la destrucción, “un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto”.

Pura vitalidad

En ese marco inestable los hombres y mujeres de cuatro generaciones despliegan una vitalidad asombrosa, aman con desafuero o con recato, guerrean, se embarcan en proyectos delirantes, desaparecen por años y vuelven o despiertan de extraños olvidos y abandonos. Hasta que en un momento todo se ralenta, se detiene como anunciando las postrimerías y los últimos Buendía “se dejan arrastrar por la decrepitud hacia el fondo de las tinieblas”.
Sin embargo permanecen dos jóvenes vástagos, solos en el mundo, Amaranta Úrsula y Aureliano, que mientras todo a su alrededor se derrumba, proliferan los escombros y las hormigas coloradas provocan un estruendo, y aún bajo la sospecha culpable del incesto se entregan con pasión, “navegando contra la corriente del desencanto y el olvido, y llegan a ser los seres más felices sobre la tierra”, personificando acaso el meollo de dicha que anida en todo mito.



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