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Euforias

A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”. En el comienzo de la novela Dos veces junio, del argentino Martín Kohan, un conscripto lee esa frase en un cuaderno de comunicaciones del Ejército y no le llama la atención el contenido, sino la falta de ortografía: empesar con ese. El pequeño desastre ortográfico pone al conscripto tras los pasos del médico que puede responder a esa pregunta, a lo largo de una interminable noche que transcurre durante un partido de Argentina en el Mundial de 1978. Ese fue el año en el que mis abuelos compraron un televisor, el año en que yo supe que existían los mundiales de fútbol, y el año en que no supe casi nada más: ni que los niños podían torturarse, ni que mientras se jugaban los partidos bajo la mirada de ese hombre que me daba pavor (Jorge Rafael Videla, cuya visita a mi ciudad, en 1977, había significado un desembarco apoteósico) mucha gente padecía un grado intenso de tortura, degradación, ruina, desastre. El día en que Argentina ganó el campeonato yo, que tenía 11 años, me puse muy contenta y les rogué a mis padres, que no querían, que nos sumáramos al festejo. Recuerdo que iba en el asiento de atrás del auto. Hacía frío, y todo estaba gris y yo gritaba, en medio de la multitud, “¡Ar-gen-tina!”. Al día siguiente fue lunes, y nada había cambiado en ninguna parte, y mis padres estaban disgustados, y el largo invierno que había empezado en algún momento seguía allí, y siguió durante todos y cada uno de los días que duró la dictadura. No sé por qué les cuento esto. Me gustan los Mundiales. Pero nunca he dejado de pensar en las cosas que pueden estar pasando a metros de la euforia mía: para quién es un invierno gris en medio de mi estúpido verano.

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