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Callada

Mi abuela materna era una mujer pequeña y cándida. Cuando el presentador del noticiero decía “Buenas noches”, ella lo saludaba: “Buenas noches, hijo”. Viajó sola, a los 12 años, para encontrarse en América con un padre al que quiso con un amor devocional, el mismo que sentía por sus nietos. Nos acariciaba la cabeza, nos decía “mi vida, mi alma”.
Mi abuela paterna era alta y delgada. Tenía un hermoso rostro de mujer. Usaba zapatones de varón, faldas oscuras. Para saludarme, me daba un beso en la coronilla y me decía “Qué tal, mi vieja”. En las noches de invierno me leía historietas, libros, el Struwwelpeter que traducía del alemán. Uno de sus hermanos había muerto aplastado mientras su madre lo amamantaba. El otro de difteria, en el colegio de monjas donde su padre viudo los había dejado a resguardo.
Había querido ser enfermera en África, pero, en cambio, se había casado con mi abuelo. El día de su casamiento -lujoso, con orquesta en vivo-, llevaba un vestido de seda natural que la hacía parecer una mujer recién salida del agua. Antes de casarse, iba sola a los bailes, en la pequeña ciudad donde vivía, y regresaba caminando, blindada en la reputación de su severidad tozuda.
Me dejaba jugar con su cristalería y su ropero, donde había tapados de visón, enaguas de encaje, olor a polvos de Artez Westerley. Jamás me dijo que me quería. Hacia el final de su vida estuvo enferma algunos años, que yo pasé esperando el llamado que me anunciaría su muerte. Antes de que eso sucediera, la visité en la clínica. Dormía; le toqué un brazo. Era como papel de arroz aquella piel que, hasta entonces, yo sólo había mirado, sin tocarla.
Cuando vaciamos su casa, encontré unas libretas escritas por ella en alemán. Hay una sola nota en castellano, y habla de mí. La austeridad, su magnética hermosura.

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