El referéndum sobre Monarquía o República es un regalo que el rey Felipe VI debería hacerse a sí mismo, puesto que con toda probabilidad lo iba a ganar. Hay riesgos que se deben tomar con grandeza. Después de todo queda una cuestión capital en el aire: ¿La Monarquía sirve o no sirve?
Solo el surrealismo puede explicar que este país descalabrado, con las instituciones políticas a los pies de los caballos, necesite fiar a una institución sometida a los caprichos del guisante de Mendel, al azar ovárico-seminal, a los pleitos del corazón y líos de familia la solución del propio destino.
En cierta ocasión el presidente de Suecia, Olof Palme, en su visita a la Redacción de El País, formuló algunas preguntas a los periodistas sobre la unidad de España. Por mi parte le dije que este país era como una salsa mayonesa, que mientras la mano del mortero, agitada por un dictador, actúa sobre ella parece ligada y uniforme, pero en cuanto la mano se detiene la salsa se corta y cada grumo se va por su lado. Olof Palme contestó: “¿Y por qué no cambian ustedes de salsa?”.
La abdicación de Juan Carlos vuelve a poner en cuestión la utilidad de la Monarquía como la forma simbólica más práctica y funcional de cohesionar la dispersión soberanista a la que está sometida la mayonesa española. ¿Puede lo irracional acabar siendo pragmático?
Ante la imposibilidad de cambiar de salsa, la pulsión de la República en la calle no podrá ser controlada si el nuevo Rey no se gana el puesto cada día y no legitima su cargo por sí mismo mediante actos inapelables que demuestren que está de parte de la España moderna, compuesta felizmente por distintos pueblos, lenguas y culturas, una salsa que tendrá que ligar con coraje e inteligencia.
¿Legitimarse? Para Felipe VI su 23-F se llama Cataluña.
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