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No existe el gen que nos hace violentos

Es científicamente incorrecto aseverar que la guerra, o cualquier otra conducta violenta, está genéticamente programada en la naturaleza humana, o afirmar que la tendencia a hacer la guerra se debe a nuestra descendencia de animales, o asegurar que los seres humanos poseen un “cerebro violento”.
Así lo determinó un grupo de expertos y especialistas en antropología biológica, neurofisiología, psicología; psicología política, etiología y comportamiento animal, impulsado por Federico Mayor, luego Director de UNESCO, en la Ciudad de Sevilla en 1986, para establecer pautas sobre la raíz genética o cultural de la violencia como modelo de relación social.
Esa reunión dio como resultado la Declaración de Sevilla sobre violencia, que desmiente la posibilidad de “deformación genética” que sustente actos violentos en la especie humana, restándole argumento a los intentos de darwinismo social preconizado en el pasado por figuras como Galton y Spencer, justificando verdaderas atrocidades, como la necesidad de “mejorar la raza” o seleccionar a los inmigrantes en función de supuestos criterios genéticos.
No hay descubrimientos desde 1986 a la fecha en las ciencias biológicas que justifiquen la violencia y la guerra. Si estas expresiones de la conducta humana son una construcción cultural, ¿qué hemos estado haciendo en nuestros países de Latinoamérica con la educación?
Nuestros sistemas educativos, por acción o exclusión, ¿”forman” a las  personas capaces de ejecutar linchamientos y desatienden a otras personas capaces de asesinar tras un objetivo delictivo? Nuestros líderes políticos, empresariales, religiosos, sociales y deportivos, ¿entienden la gravedad del grado actual de la “culturización” en la violencia?
La Declaración de Sevilla termina diciendo: “De la misma forma que ´la guerra comienza en la mente del hombre´, la paz también comienza en nuestras mentes. El mismo ser que inventó la guerra puede inventar la paz. La responsabilidad radica en cada uno de nosotros”.

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