Confieso que pasé bastante mal mi primera noche en la casa de la calle 66. El barrio de viviendas bajas y ramblas generosas había sacrificado su conveniente separación de Los Hornos, merced a la apertura de la circunvalación que operó como viaducto de ingreso directo del tránsito de la periferia al casco. Tardé un par de días en comprender que las explosiones no eran tiros, que se trataba de una nueva moda de gente que convierte impunemente el caño de escape de su moto en un revólver que dispara ensordecedoras balas de salva, ante la vista gorda del Municipio y la Provincia que no cumplen con el artículo 6 de la Ley 11.723 que reza: “El Estado provincial y los municipios tienen la obligación de fiscalizar las acciones antrópicas que puedan producir un menoscabo al ambiente, siendo responsables de las acciones y de las omisiones en que incurran”.
En economía se denomina justamente “externalidades” a las acciones de las personas o empresas que tienen efectos sobre terceros, de los cuales no se hacen cargo.
A veces las consecuencias de esos actos son beneficiosas, como sucede por ejemplo cuando alguien se vacuna evitando así que un tercero se contagie, o cuando una persona se educa generando efectos positivos a toda la sociedad más allá de su propio beneficio.
En esos casos el Estado promueve los comportamientos con derrames positivos, regulando su obligatoriedad o subsidiando a quienes los llevan adelante.
Pero la mayor parte de las veces, las externalidades son negativas y aparece entonces el papel del Estado limitando los actos que producen contaminación, o directamente haciendo que los actores paguen por la consecuencia no deseada de sus conductas, vía el establecimiento de lo que en finanzas públicas denominamos “impuestos pigouvianos”.
Anomia boba
Hasta acá, la teoría. Pero en la práctica, como bien sostiene el juez Miguel Escapil en una reciente resolución, “no hay legislación que surta efecto positivo alguno, si las autoridades encargadas de aplicarla no se sirven de ella”.
Cita el magistrado un pasaje del libro “Un país al margen de la ley”, de Carlos Nino, en el que el autor distingue el concepto de “anomia justa”, que se produce cuando una norma cae en desuso por obsolescencia, del de “anomia boba” que ocurre ante la inobservancia injusta de las leyes, conduciendo a una disfuncionalidad social que afecta la productividad y el desarrollo. Con funcionarios bobos los vecinos deben resignarse a una menor calidad de vida, producto del ruido innecesario generado adrede.
Pero el caos de los escapes es en rigor la metáfora de un Estado ausente que no controla prácticamente nada, poniendo a la sociedad al borde de una anarquía que se hizo patente esta semana con los numerosos intentos de linchamiento por parte de colectivos que se cansaron de esperar que las autoridades hicieran algo.
Arriesgo aquí que si el municipio controlara todos los cruces de la circunvalación que permiten el acceso al casco, decomisando las motos que no posean chapa patente, tengan escapes explosivos, o estén “flojas de papeles”, caería drásticamente el delito en la Ciudad, además de mejorar el tránsito y reducir la contaminación ambiental. Adicionalmente, una brigada municipal especial podría sacar provecho de las numerosas cámaras instaladas para interceptar a quienes burlen los retenes.
Burocracia que conduce al subdesarrollo
Pero no sólo la ausencia del Estado le sale cara a la sociedad, sino que muchas veces los controles que faltan en algunas áreas, abundan innecesariamente en otras actividades, alimentando un tejido parasitario de empleados públicos que traban la actividad económica, cuando no conducen a la corrupción y el tráfico de influencias.
Esta semana el ingeniero Juan Carlos Delorenzo me mostró el seguimiento de dos expedientes de sendos proyectos en los que estaba trabajando. El primero de ellos correspondía a un campo que quería migrar una laguna natural, para poder dedicar esa superficie a la siembra y el segundo tenía que ver con los desagües pluviales de un terreno, cuyo propietario quería lotear.
Ambos expedientes habían demorado más de dos años en completar la ruta administrativa que habilitaba las obras, con más de veinte pases a distintas reparticiones, convirtiendo el documento en un verdadero álbum de sellos que certificaban la burocracia muchas veces redundante e innecesaria.
Para muestra basta un botón. La Autoridad del Agua (ADA) le solicitaba un BUDURH al Ingeniero, como condición para aprobarle un proyecto de desagüe pluvial, que no suponía ningún uso industrial ni comercial del agua. La sigla refiere al Banco Único de Datos de Usuarios de los Recursos Hídricos, donde en virtud de la Resolución 660/2011 del organismo, deben registrarse todas las empresas que usen el recurso en su proceso productivo o vuelquen efluentes en un curso de agua.
En castellano, y por si usted se perdió en el tecnicismo, pedirle un BUDURH a un proyecto de desagüe pluvial es como solicitarle un test de embarazo a un hombre; algo absurdamente innecesario. Con las altas tasas de interés que hay en nuestro país, postergar dos años un proyecto productivo genera un costo financiero tan alto, que termina haciendo que la mayoría de los emprendimientos no sean rentables y se abandonen, en el mejor de los casos, o fomentan directamente la corrupción y la actividad económica al margen de la ley.
Un Estado ausente nos sale carísimo, pero un Estado que regula lo trivial nos conduce directamente al subdesarrollo. Los escapes ruidosos, los linchamientos, la inseguridad y la pobreza tienen un denominador común; el Estado Bobo.
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