Estigma país

En el año 2002, en la patagonia argentina, alguien me dijo “Ustedes, en el norte, no pueden salir a la calle porque los matan”. “El norte” era Buenos Aires y esa persona hablaba de esta ciudad, en la que me muevo sin precaución exagerada, como de un sitio en el que convendría usar chaleco antibalas.
Es curioso cómo vemos las cosas desde lejos. Leyendo en este diario un artículo sobre El Salvador y sus maras -barrio 18, la mara Salvatrucha- me pregunté qué cosas sé de El Salvador que no sean los nombres de sus pandillas. Muy pocas. ¿Serían capaces de citar el nombre de siete escritores salvadoreños; saben si en la capital hay edificios altos, o un centro histórico? ¿Hay cines en Managua? ¿Qué hace la gente el domingo en Guatemala? ¿Nadie queda con un amigo para tomar un café en Caracas, esa ciudad donde sólo parece haber manifestaciones?
El trazo grueso se pone algo menos burdo si salimos de Centroamérica -por decir algo, Medellín ha rimado con violencia pero hoy se la relaciona, también, con el diseño-, pero no amaina en el Caribe: ¿qué sabemos de Haití que no sea la pobreza; qué de República Dominicana?
De lejos no se ven los salones de la colonia Guerrero, en ciudad de México, donde los viejos bailan danzón con ropas que los hacen parecer pimpollos ajados: solo se ve el problema narco. De lejos no se ve la efervescencia estudiantil del barrio de La Candelaria, en Bogotá: solo se ve el conflicto armado.
Hay caos y espanto en todas partes, pero también en todas partes la gente sale, come, trabaja: vive. Los países son mucho más que sus mejores lacras.
Durante 2013 se habló mucho, en España, de la marca país que es, supongo, un trazo grueso, un ramillete brioso de lugares comunes. Pero a veces es un trazo grueso que se puede elegir, y otras es una soga que aprieta, un lazo que ahorca, la marca electrificada de un estigma.

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