El papa Francisco evoca en sus mensajes de manera reiterada el consejo que daba el santo de Asís a sus frailes: "Predicad siempre el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras." ¿Cómo también con las palabras? Es que para San Francisco lo fundamental es el testimonio, el hecho de que en la propia vida de quien asume la tarea de enseñar se puedan leer las palabras. Palabras que debieran ser siempre transparente espejo del actuar.
En nuestra época la conducta de no pocas personas desmiente los propósitos que ellas mismas enuncian en su discurso por lo que no resulta ocioso volver sobre la convicción de que lo que realmente educa es el ejemplo. Aunque aceptamos que los chicos aprenden mucho más de lo que nos ven hacer que de lo que les decimos que hagan, no siempre nos preocupamos por la naturaleza de los modelos que les ofrecemos. "Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo", señalaba Demócrito cinco siglos antes de Cristo.
Resulta sugestivo que en los últimos tiempos haya aumentado tanto la preocupación personal e institucional por hablar de los valores. Las organizaciones comerciales los explicitan, se multiplican los cursos y los libros sobre ellos, las instituciones educativas enuncian los valores que guían su actividad. Pero no se puede desconocer que ese entusiasmo por crear un entorno en el que se hable de valores y de ética, traduce la escasez de los ejemplos de esos valores en acción que deberían ser nuestras vidas. Intentamos sustituir con palabras las conductas virtuosas ausentes. Tiempo atrás, en un colmado auditorio académico, escuchaba una conferencia sobre ética en medicina junto a uno de mis maestros. Al concluir la disertación, el profesor me preguntó. "¿Advirtió cuánto se habla hoy de ética?" Y prosiguió: "Esto es nuevo. Antes no se hablaba tanto de la ética. ¿Será porque entonces se la veía en acción?"
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