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Una medida con final abierto

Al revisar la historia del transporte ferrocarril en Argentina, nos remontamos a sus comienzo por la mitad del siglo XIX. Fue una herramienta eficaz para consolidar un modelo de país diseñado por los hombres de la generación del ´80. En 1857 el Ferrocarril del Oeste, que unía plaza Lavalle y Floresta, fue el primero en funcionar en Argentina, y construido totalmente con capitales nacionales. Por el 1900, la cifra había ascendido a 16.500 kilómetros de vías, cantidad que se duplicó en 1915 cuando la Argentina, con 33 mil kilómetros, se colocaba entre los diez países con mayor kilometraje de vías férreas en todo el mundo. Si bien los ferrocarriles, en aquellos años, colaboraron para mejorar la recaudación de la aduana, fortaleciendo el dominio porteño sobre el resto de las provincias, mayor interés económico tuvieron los capitales extranjeros. Fueron los ingleses quienes encontraron en los trenes de carga un medio rápido y eficaz en el proceso de traslado de materia prima a zonas portuarias, para desde allí embarcarlas rumbo a Europa. El desarrollo ferroviario impulsó el crecimiento agropecuario y sus exportaciones a Europa.

La nacionalización

En 1947, de los 42.700 kilómetros de vías existentes, 29 mil habían sido construidos por capital privado y extranjero. El 1º de marzo de 1948, una multitud rodeó la estación Retiro para festejar la nacionalización de los ferrocarriles por decisión del presidente Perón. La red ferroviaria continuó creciendo hasta 1957, año en que se llegó a los 47 mil kilómetros de extensión. Desde entonces, comenzó un retroceso gradual y sostenido en la red.
En la toma de la decisión de pasar a la órbita del Estado parte del sistema ferroviario, no puede quedar al margen el Congreso de la Nación
En 1992, los ferrocarriles volvieron a manos privadas. Los subsidios entregados a ferrocarriles representaron casi un millón de dólares para el Estado, sostenidos durante varios años de la última década. Se trata de la misma causa por la que se privatizaron los trenes en su momento.
La Reforma del Estado ejecutada en los 90 (en el marco de la ley 23.696/89) incluía no sólo los servicios de transporte ferroviario de pasajeros y de carga, sino también los servicios públicos de gas, electricidad, teléfonos, agua potable, transporte aéreo, servicios postales, entre otros. Pero no fue acompañada de una estructura regulatoria capaz de recrear la institucionalidad necesaria para hacer frente a las nuevas condiciones de gestión de los servicios. La débil intervención del Poder Legislativo en la elaboración de las normas y el desajuste temporal entre el traspaso de los servicios, la creación de los marcos regulatorios y la puesta en funcionamiento de los denominados “entes reguladores”, quebrantaron desde sus orígenes la legitimidad de la política de regulación y se convirtieron en uno de los condicionantes centrales para el ejercicio de la potestad controladora estatal.
Las limitaciones, en la práctica, de los organismos de control para verificar aspectos tan centrales como son las condiciones de puntualidad, seguridad, mantenimiento e infraestructura del transporte público, así como las justificadas y numerosas quejas y reclamos de los pasajeros ante estas deficiencias, opacan la importancia de ciertas iniciativas orientadas a la recuperación de la potestad planificadora y empresarial del Estado.

Nuevo escenario

La rescisión de contratos por graves incumplimientos, el subsidio tarifario, o la implementación del Sistema Único de Boleto Electrónico (SUBE), constituyen claros signos de ruptura con las medidas impuestas al sector desde la década de los ’90.
En la toma de la decisión de pasar a la órbita del Estado parte del sistema ferroviario, no pueden quedar al margen el Congreso de la Nación, los aportes de las asociaciones de usuarios, los representantes gremiales, las entidades que nuclean a los técnicos y profesionales de los distintos sectores involucrados. Caso contrario, será muy difícil aplicar nuevas reglas de juego que restauren la capacidad de conducción estatal y rescaten a estos servicios públicos de los bajos niveles de rendimiento con los que seguimos conviviendo.
Lejos de ser la Argentina un conejillo de indias, en términos de políticas económicas, la discusión ya no debe darse sobre la titularidad del sistema ferroviario, sino en que las reglas establecidas se deban cumplir para brindar un servicio de calidad y en algunos casos digno tanto para los usuarios como para transportar cargas a lo largo y ancho del país.
Según un proverbio de El Talmud: “hay que ver si (la estatización) es para bien o si es para mal”.

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