Un par de coincidencias me llevó, inesperadamente, a recordar la figura y la obra de Saint Exupéry. En una reunión de trabajo tensa, exasperante, de pronto una compañera, insólitamente, hizo referencia al episodio del zorro, que figura en uno de los capítulos de “El principito”. Se produjo un silencio que interrumpió la reunión. Le pedí que completara el pasaje, dado que en ese momento no recordaba los detalles. Y fue como un hiato, un bache existencial. Súbitamente la fábula impuso su mítica y contundente realidad, y la discusión que hasta hacía un momento manteníamos mostró su trivialidad y su ominosa falta de sustancia. Estábamos poco menos que sacándonos los ojos por un asunto que, en realidad, carecía de importancia.
Un héroe
Por esos días yo leía a Nicole Krauss, la joven novelista norteamericana que es quizás una de las apariciones más fulgurantes de la literatura contemporánea. Para la protagonista de uno de sus libros, una joven quinceañera, Saint Exupéry es su héroe máximo, y en su cuarto colecciona cuanto objeto se parezca a los que usaba el aviador.
La vida de Antoine de Saint Exupéry (1900-1944) fue una de las combinaciones más notables entre un hombre de letras y un aventurero. Fue un precursor de la aviación civil y militar, y su trayectoria se convirtió en leyenda en casi todo el mundo. En la Argentina, donde conoció a su esposa, Consuelo Soucin, vivió entre 1929 y 1931, fundando y dirigiendo la primera compañía aeropostal argentina y organizando la red latinoamericana. Sus vuelos en un pequeño LAT 25 abarcaron el país entero, incluyendo Tierra del fuego y la Cordillera de los Andes, y varias de sus novelas son el testimonio de esas dramáticas travesías, muchas de ellas realizadas de noche.
Cierta vez, sobrevolando la Isla de los Pájaros, ubicada en el extremo oriental de Chubut, sobre el Atlántico, tomó sobre lo que veía un rápido dibujo a lápiz, que se transformaría en la primera ilustración de “El principito”, la cual, según el relato, confundía tanto a las personas mayores.
Con el nacimiento de las grandes compañías aéreas, los vuelos pioneros fueron perdiendo apoyo y la Aeropostal Argentina cerró, pero aún a su costa Saint Exupéry siguió emprendiendo vuelos de reconocimiento a los lugares más remotos, arriesgando la vida para abrir nuevas rutas al correo. Esos vuelos le valieron dos graves accidentes, en el desierto egipcio en 1935, y en Guatemala en 1938.
Participó en la Segunda Guerra Mundial luchando con la aviación francesa en misiones de alto riesgo, en especial sobre Arras, en mayo de 1940. Con la caída de Francia marchó a Nueva York, donde contó esta experiencia en “Piloto de guerra” (1942). Por su renuencia a asumir compromisos políticos partidarios, De Gaulle se enemistó con él y le atribuyó públicamente actividades de sabotaje. Una acusación injusta, dado que su único delito había sido alterar itinerarios de vuelo por razones puramente técnicas.
A partir de 1943 se incorporó nuevamente a las fuerzas francesas en África del Norte y retomó las misiones desde Cerdeña y Córcega. En el transcurso de una de ellas, el 31 de julio de 1944, su avión desapareció en el Mediterráneo. Dos pilotos alemanes, respectivamente, se atribuyeron el “honor” de haberlo derribado, lo cual no pudo comprobarse, y el cuerpo de Saint Exupéry jamás fue hallado. Sus novelas de hazañas aéreas fueron famosas y dos de ellas llevadas al cine, pero fue “El principito”, un breve relato aparentemente infantil, publicado en 1943 y luego traducido a 144 idiomas, la obra que le dio fama mundial.
Frágil y sabio
Volví en estos días a leer “El principito”, el cuento del frágil hombrecito, inocente y sabio, que aparece misteriosamente. Volví a suspenderme en esa ingrávida atmósfera que combina extrañeza y ternura en dosis parecidas. Me molestan un poco, a esta altura, sus frases sentenciosas. Tal vez por ser tan conocidas y haber sido incorporadas hace tanto tiempo. Tal vez por haberlas visto en tanto póster y tanto suvenir, esos subproductos que degradan lo que supuestamente intentan enaltecer. Pero finalmente pude disfrutar otra vez la historia, con su leve enigma y su suave magia envolvente. Con sus enseñanzas sobre lo valioso y lo desechable. Y sobre todo por su capacidad de hacer que “estemos allí”, en ese paisaje desértico y sideral, que sintamos la sed de un aviador perdido en la inmensidad y apreciemos la belleza de los pliegues de la arena a la luz de la luna.
Cosas serias
Comencé esta nota escribiendo que dos casualidades me llevaron a Saint Exupéry. Una afirmación aceptable para el lenguaje periodístico. Sin embargo me gustaría agregar que tal vez esas casualidades no fueran tales. Conozco a un hombre de mi edad con el que compartimos la infancia, íbamos juntos a la escuela y él poseía un raro talento para dibujar caballos, le salían perfectos. Había empezado copiando modelos de las revistas mejicanas, “Roy Rogers”, “Red Riders”, “El llanero solitario”, y después se perfeccionó en los cursos por correspondencia que daba la Escuela Panamericana de Arte. Yo estaba cuando el cartero le entregó una caja enorme con láminas, lápices y pinturas, y presencié su entusiasmo. Hace pocos días lo llamé para proponerle que volviera a dibujar caballos, convencido de que retomar esa destreza infantil le provocaría, si no un nuevo sentido de la vida, por lo menos una sonrisa. Me respondió, cortante, que estaba ocupado en cosas serias. No le pregunté cuáles eran.
Leí por primera vez “El principito” entrando en la adolescencia, cuando cada lectura era un descubrimiento y la puerta hacia mundos inesperados y posibles. Quizás haya leído antes, o al mismo tiempo, “Vuelo nocturno” y “Tierra de hombres”. Por aquellos años, a finales de los sesenta, los libros de Saint Exupéry eran tan leídos como los de Hemingway o Hesse. Sin embargo, a diferencia de aquella primera lectura, en la que me pareció intuir los alcances del relato, hoy no quiero ver en él una alegoría. Pese a que sus personajes son un rey, un vanidoso, un avaro, un hombre de negocios, todos encerrados en sus ambiciones y egoísmos, y habitando en soledad sus respectivos planetas. Pese a que aquel rey no contestaba preguntas y sólo hablaba para ordenar, que aquel vanidoso sólo quería ser aplaudido y admirado, y aquel hombre de negocios creía poseer las estrellas por el mero hecho de contarlas. Por un momento pensaré que son sólo personajes de un cuento infantil, sin connotaciones. A lo sumo puedo aceptar, sin ahondar la cuestión, que los adultos somos “seres decididamente extraños”, que al mirar un dibujo sólo podemos ver un sombrero cuando en realidad se trata de una boa que se tragó un elefante.
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