ECONOMÍA

Hay que aprender a seguir las olas en vez de frenar el océano

Entre un número cada vez mayor de científicos, innovadores sociales, gobiernos y empresas, está surgiendo un nuevo diálogo en torno de una idea, la resiliencia: cómo ayudar a personas, organizaciones y sistemas vulnerables a subsistir, quizá prosperar incluso, en medio de perturbaciones imprevisibles.
La resiliencia busca formas de manejar un mundo desequilibrado.
 Es un programa de amplio espectro que, en un extremo, intenta imbuir a nuestras comunidades, instituciones e infraestructura de mayor flexibilidad, inteligencia y sensibilidad ante los acontecimientos extremos y, en el otro, se centra en aumentar la capacidad psicológica y fisiológica de la gente para afrontar circunstancias de mucho estrés.
Por ejemplo, “el pensamiento asociado a la resiliencia” está empezando a definir cómo piensan actualizar los planificadores urbanos de las grandes ciudades una infraestructura anticuada, que es sólida en gran medida frente a amenazas normales como fallos en los equipos pero que -tal como quedó demostrado en la región de Nueva York- es frágil ante shocks imprevistos como inundaciones, pandemias, terrorismo o apagones de luz.
Combatir perturbaciones de este tipo no implica solamente construir murallas más altas. Implica tolerar las olas.
Psicólogos, sociólogos y neurocientíficos están descubriendo un conjunto amplio de factores que nos hacen más o menos resistentes que la persona que está a nuestro lado: el alcance de las redes sociales, la calidad de las relaciones de amistad, el acceso a los recursos, los genes y la salud, las creencias y los hábitos mentales.
Todo esto parece sensato, pero el paso de la sustentabilidad a la resiliencia está llevando a muchos ambientalistas y activistas sociales de la vieja escuela a sentirse incómodos, ya que equivale a adaptación, una palabra que sigue siendo tabú en muchos sectores.
Si nos adaptamos al cambio no deseado, razonan, estamos dando un pase libre a los responsables de meternos en este lío, y perdemos la autoridad moral para presionarlos y obligarlos a detenerse. Es mejor, sostienen, mitigar el riesgo en su origen.
En un mundo perfecto, esto es sin duda cierto, como es cierto que la respuesta más barata a una catástrofe es impedirla. No obstante, en este mundo, hay personas vulnerables que ya se están viendo afectadas por la perturbación.
Necesitan adaptaciones prácticas hoy, aunque sean imperfectas, para poder recibir mañana el futuro moral y justo que merecen.


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