OPINIÓN

Cuando el país estaba en ruinas: memoria e historia

Cuando el país estaba en ruinas, con más del 50 por ciento de la población por debajo de la línea de la pobreza y más del 20 por ciento de desocupación; cuando el gobierno, la justicia y la política eran sinónimos ineludibles de mafias y corrupción, y la juventud, las organizaciones sociales y la ciudadanía casi en su totalidad estalló en un grito común por "que se vayan todos", desde el descreimiento más profundo, engañados hasta el hartazgo y sometidos a interminables mentiras, estafas y represión, Néstor Kirchner apareció de repente, casi como uno más, llegando a disputarle la presidencia apenas con el 22 por ciento de los votos, al inefable y máximo artífice de la decadencia, el inefable riojano de patillas prominentes.
Tristemente reelecto para cumplir casi una década de vaciamientos y corrupción, desguazando el poder del Estado y sometiendo al pueblo argentino a una de las miserias más extremas de nuestra historia más reciente.
Una herida tan profunda de la que aún hoy nos estamos recuperando, más allá del daño irreparable e irreversible sufrido por millones de familias argentinas, devastadas por la pobreza más extrema y el abandono absoluto del Estado, que arrojó a la ciudadanía al “sálvese quien pueda” (y como pueda), en una coyuntura de profundas inequidades e injusticias que hoy mismo muchos sectores de la oposición y el periodismo reivindican con notable ahínco y desmemoria.
Los mismos que entonces ocultaron la realidad de la gran estafa, la defraudación a la ciudadanía y la obscena corrupción, promocionando incluso con todo a su disposición, la hegemonía financiera y privatista internacional, los despidos y la explotación laboral, los recortes del presupuesto en salud, educación y empleo, la desalarización y la precarización laboral en desmedro siempre de las exorbitantes ganancias de esos mismos pequeños sectores que privilegiados prácticamente desde la campaña del desierto, se sintieron históricamente los dueños del país a quienes los gobiernos deben rendirles pleitesías y favorecer sus inquietudes e intereses.
Osado e imperdonable aquel gobierno que se atrevió siquiera a pretender considerarlos ciudadanos comunes o a manifestarles alguna postura crítica. A Perón lo sacaron a bombazos, a Yrigoyen le habían torcido el brazo hasta asfixiarlo y siempre apelando a las fuerzas del “orden”. El mismísimo Raúl Alfonsín, condicionado por el poder económico, fue acorralado hasta su renuncia. Sólo un servil y traicionero Carlos Menem mereció en “democracia” todos sus elogios, venias y campaña a su favor.
Así podemos entender algo del nivel de ensañamiento que tienen para con el gobierno de los “K”, como peyorativamente lo llaman.
El poder mediático se convirtió en el gran formador de opinión pública, y generaciones y generaciones fueron construyendo la realidad desde sus fuentes periodísticas.
La historia misma se erigió en páginas y telediarios, y de ahí las enormes dificultades para reflexionar críticamente sobre el rol de los medios de comunicación, tan arraigados en nuestra cultura. Tan decididamente influyentes en el rumbo del país y el humor social de los argentinos, que sólo aquellos que continúan poseídos en la necedad o en el desconocimiento de las tramas ya no tan secretas de esta vieja historia, pueden salir a cacerolear por la libertad de expresión, el cepo al dólar, los falsos datos del Indec y dos o tres consignas más, siempre instaladas por esos mismos formadores y deformadores de opinión.
Y obviamente entristece que existan tantas personas que no puedan llegar a pensar por sí mismas, esclavizadas en sus pensamientos son habladas por esos mismos perversos otros que sellan a fuego su palabra y su discurso, los que memorizados por la taladrante repetición, se diseminan incansablemente, como metástasis tóxica de la lógica y la razón.
Y aún así, ante la inconmensurable tarea, todo intento vale la pena, cuando de transformar el país entero y la historia misma se trata. La gran lucha latinoamericana de principios del siglo XXI es contra la historia hegemónica escrita por esos medios de desinformación masiva y los intereses que representan.