El primer ministro de Etiopía y Premio Nobel de la Paz, Abyi Ahmed, proclamó la victoria militar sobre la Fuerza Especial de la Región del Tigray.
El primer ministro de Etiopía y Premio Nobel de la Paz, Abyi Ahmed, proclamó la victoria militar sobre la Fuerza Especial de la Región del Tigray.
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Etiopía intenta una importante apuesta al desarrollo para evitar la implosión étnica

El 30 de noviembre de 2020, el primer ministro de Etiopía y Premio Nobel de la Paz, Abyi Ahmed (44 años), proclamó la victoria militar de la Fuerza Nacional de Defensa Etíope sobre la Fuerza Especial de la Región del Tigray, tras la conquista de la ciudad de Mekele, capital de la región del Tigray, territorio ubicado al extremo norte de Etiopía.
La victoria militar no asegura la paz en el Tigray, dado que ni el presidente depuesto de la región, Debretsion Gebremichael (61 años), ni la conducción política y militar del Frente de Liberación Popular del Tigray (FLPT), depusieron las armas. 
Por el contrario, pasaron a la clandestinidad desde donde apuntan a desarrollar acciones de guerrilla contra las tropas del gobierno etíope y el Ejército de la vecina República de Eritrea que cruzó la frontera para combatir al FLPT y que controla parte del territorio.
El conflicto del Tigray no reconoce similitudes con la casi totalidad de los que acontecen en muchos países africanos. Ni históricas, ni políticas, aunque sí étnicas. A diferencia de sus vecinos eritreos que nunca formaron parte por decisión propia del Imperio Etíope y que llevaron a cabo una larga guerra de liberación que culminó con la independencia de Eritrea en 1993, los Tigray no reclaman –no hasta ahora- la independencia de su región. 

Una historia accidentada
La historia de la Etiopía moderna comienza en 1941 con la derrota a manos anglo-etíopes del Ejército del dictador italiano Benito Mussolini en la batalla de Gondar. Las tropas italianas habían invadido el país en 1935. El emperador Haile Selassie, que fue coronado en 1931, recobró entonces el gobierno.
En 1974, el emperador fue derrocado como consecuencia de las hambrunas en las provincias de Wolo y de Tigray, y de las derrotas del Ejército en sus enfrentamientos con los guerrilleros eritreos que combatían por la independencia de su región, asimilada al Imperio por los británicos desde la derrota italiana.
La caída de Haile Selassie fue obra de algunos cuadros militares de baja graduación y de grupos políticos de izquierda. Asumió el poder una junta militar, auto denominada Derg. Tres años después, el Derg pasó a ser controlado por el teniente coronel Mengitsu Haile Mariam, oficial marxista-leninista, quien instauró una dictadura pro soviética, conocida como el “terror rojo”.
En 2019, el primer ministro Abiy Ahmed fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz por su trabajo y dedicación para finalizar el conflicto con la vecina Eritrea, una guerra de liberación que duró dos años (1998-2000) pero que se prolongó como conflicto por dos décadas más.
Un año después fue, cuanto menos, paradójico ver como un Premio Nobel de la Paz desencadenaba acciones armadas en el Tigray cuyas consecuencias se calculan en más de un millar de muertos, 61 mil refugiados en la vecina Sudán y 2,5 millones de desplazados internos.

El mosaico étnico
El primer ministro es el primer miembro de la etnia Oromo en gobernar el país. No son pocos quienes lo acusan de reemplazar la influencia Tigray por la influencia Oromo. Su visión superadora de lo étnico se debe, posiblemente, a su carácter mestizo: Oromo por parte de padre, pero Amhara por parte de madre.
Ahmed pretende abandonar el “federalismo étnico” y reemplazarlo por un unitarismo que favorezca la creación de partidos multiétnicos. Difícil de lograr. Muy difícil. El conflicto del Tigray es muestra de ello.
Es que la población etíope, como ocurre en la mayoría de los países africanos no es homogénea, ni se le acerca. Por el contrario, es quizás el país con mayor diversidad de población autóctona. De allí, la recurrencia a un emperador –no son pocos quienes hoy añoran un retorno al régimen monárquico- que unifique en su figura esa diversidad étnica.
Etiopía contabiliza un total de más de 80 grupos étnicos, algunos de los cuales solo cuentan con una decena de miles de individuos. El federalismo étnico constitucional consta de diez regiones, denominadas “kililoch”.
Casi el 35 por ciento de los casi 100 millones de etíopes se reconocen como pertenecientes a la etnia Oromo, presentes en el centro sur del país, alrededor de la capital Addis Abeba. Hablan oromo, lengua cusita y se dividen por mitades entre musulmanes y cristianos, subdivididos a su vez en dos tercios de ortodoxos y un tercio de protestantes. 

La represa del desacuerdo
A río revuelto, ganancia de pescadores. El conflicto del Tigray despertó las ambiciones del vecino gobierno de Sudán, que envió su Ejército a recapturar el triángulo de Al Fasheda, una región, particularmente fértil, que se extiende a lo largo de la triple frontera entre los dos nombrados y Eritrea.
No se trata de una extensión considerable. Se trata solo de 250 kilómetros cuadrados. Pero, de un doble valor. Por un lado, su alta calificación agrícola. Por el otro, la reivindicación territorial nacional del nuevo gobierno sudanés que busca diferenciarse de aquel del derrocado dictador Omar al-Bashir quien nunca atendió el diferendo fronterizo.
En rigor, se trata de un clásico conflicto heredado del colonialismo europeo, en este caso británico. Es que los tratados de 1902 y 1907 entre el Reino Unido y el Imperio Etíope acordaron que el triángulo correspondía a Sudán, solo que desde hacía ya mucho tiempo los agricultores etíopes estaban instalados en la región.
Durante largo tiempo la solución provisoria de hecho funcionó. No se discutía ni la soberanía sudanesa, ni la presencia etíope. Mientras tanto, milicias amhara –etíopes- ocupaban el territorio. Con el conflicto del Tigray, Sudán aprovechó para recuperar militarmente el triángulo, no sin escaramuzas y pequeños combates.
La situación es de statu quo. La diplomacia de ambos países actúa. Pero el contencioso está presente. Un contencioso que se suma a otro de mayor importancia con marcadas característica geopolíticas y con un potencial peligro de conflicto armado de envergadura. Se trata del desacuerdo que Sudán y Egipto, por un lado, y Etiopía por el otro, acerca de la represa sobre el Nilo Azul sobre territorio etíope.
La represa del Renacimiento, tal su nombre evocativo, representa para los etíopes la fuente de energía que posibilitará un desarrollo futuro. No es para menos, se trata de la mayor instalación hidroeléctrica de todo el continente africano.
Para Sudán, pero aún más para Egipto, países situados río abajo de la represa, la cuestión resulta de vida o muerte. El Nilo es la fuente, por excelencia, de provisión de agua potable y de riego desde la más remota antigüedad.
El conflicto no reside en la construcción de la represa, por otra parte ya terminada. Sino en el llenado del correspondiente embalse. Egipto y Sudán reclaman un acuerdo legal vinculante acerca del manejo del agua, mientras que Etiopía se muestra reticente.
Y es que el llenado tardará un mínimo de dos años pero con probabilidades de extenderse hasta cinco. Durante ese período, según los negociadores egipcios, no está claro que el caudal de agua, río abajo, no sufra una disminución significativa.
Etiopía se apresta, al menos hasta el conflicto del Tigray, a dar el gran salto para alcanzar un status de país de ingresos medios, algo que en los planes respectivos comienza con la citada represa.
Es que con la excepción del recesivo año 2003, la economía etíope no paró de crecer a tasas “chinas”. En los poco más de 20 años que lleva el siglo, el Producto Bruto Interno aumentó a un guarismo superior al 10 por ciento durante la mitad del tiempo y mayor del 7 por ciento en 18 años. 
Continuar con semejante tasa de crecimiento solo es posible con un incremento de magnitud en la generación de energía. De allí, la importancia determinante de la represa del Renacimiento.
A su vez, y pese al fuerte incremento demográfico, el ingreso promedio de cada etíope pasó de 114 euros en 1999 a los actuales 740.
De su lado, la deuda del país que creció en los últimos años, se mantiene en niveles razonables en el orden del 57,6% del PBI anual. También el déficit fiscal, superior en solo medio punto al 2 por ciento del PBI recomendado internacionalmente.
En síntesis, Etiopía es un país cuyo gobierno persigue con dramatismo el objetivo del desarrollo económico que posibilite la unidad nacional del mosaico étnico de su población. Un desafío mayor cuyo riesgo es la disgregación a través de la secesión de sus regiones.

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