El clérigo moderado Hassan Rohani se regocijó “por el fin de la era del tirano Donald Trump y de su espantoso reinado”.
El clérigo moderado Hassan Rohani se regocijó “por el fin de la era del tirano Donald Trump y de su espantoso reinado”.
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Irán y la energía atómica otra vez en la pulseada con Estados Unidos

La asunción del nuevo presidente norteamericano Joseph “Joe” Biden produjo, sin duda, expectativas de cambio, alimentadas a su vez por su decisión de mostrar un rápido distanciamiento de las políticas seguidas por su predecesor, el expresidente Donald Trump.
Sin embargo, los cambios, aunque reales, no abarcan todos los temas de política exterior. En particular, no incluyen, al menos de momento, aquellos que son particularmente sensibles como China, Rusia e Irán.
El día previo a la asunción del presidente Biden, su colega iraní, el clérigo moderado Hassan Rohani (72 años) se regocijó “por el fin de la era del tirano Trump y de su espantoso reinado”. “Solo aportó –prosiguió el gobernante iraní- injusticia y corrupción que generaron problemas para su propio pueblo y para el resto del mundo”.
Una visión compartida por los sectores más dinámicos de la economía y la cultura iraní, pero que no abarca a los conservadores encabezados por el Líder Supremo –tal el título oficial- de la República Islámica, el ayatollah Alí Jamenei (81 años).
Si el presidente Rohani representa la moderación, el ayatollah Jamenei es la materialización de la intransigencia. Una intransigencia que cuenta, además, con la fuerza militarizada de los Guardianes de la Revolución, denominados Pasdarán. El eje de la cuestión pasa por el desarrollo o no de la capacidad de un desarrollo nuclear con fines militares por parte de la teocracia que gobierna el país de los persas.
Toca al presidente Biden decidir cuál política seguirá Estados Unidos frente a Irán. 

Vocación hegemónica
Irán es una teocracia. Es decir, una dictadura religiosa encarnada por el Líder Supremo, con jurisdicción y atribuciones por sobre las instituciones republicanas que quedan subordinadas a sus decisiones.
Desde la revolución de 1979 que derrocó al autoritario sha Mohamed Reza, Irán solo contabilizó dos Líderes Supremos, el “padre” de la Revolución Islámica, el ayatollah Ruhollah Jomeini y, a su muerte en 1989, el actual Alí Jamenei.
A ambos, extremistas, los emparenta el objetivo de salvaguardar la teocracia imperante por sobre cualquier otra consideración. Los diferencia, en cambio, la visión táctica para alcanzar el objetivo.
A la religiosidad del ayatollah Jomeini, la sucede –sin abandonar dicha religiosidad- las consideraciones geopolíticas el ayatollah Jamenei.
Esas consideraciones geopolíticas pasan por convertir a Irán en la potencia dominante en el Medio Oriente, una conclusión a la que arriba tras los ocho años de guerra (1980-1988) contra el Irak de Saddam Hussein, detrás del cual –según la visión Jamenei- estaban las petro monarquías de la Península Arábiga y los Estados Unidos.
Para convertir a Irán en potencia dominante zonal, hace falta alcanzar, en la visión del ayatollah Jamenei, una capacidad militar de relevancia en una región donde las cosas no suelten tratarse y mucho menos arreglarse alrededor de una mesa.
La primera respuesta, en tal sentido, fue la extensión de las capacidades de los Guardianes de la Revolución, los Pasdarán, según la denominación iraní. 
Fundada como milicia paramilitar por el líder inicial de la Revolución Islámica e inspirador de la teocracia que gobierna el país persa, el ayatollah Ruhollah Jomeini, hoy los Guardianes de la Revolución conforman una rama autónoma de las Fuerzas Armadas iraníes.
Mientras que el Ejército, la Marina de Guerra y la Fuerza Aérea se ocupan de la defensa del territorio, el rol de los Pasdarán es la defensa del sistema político, similar en muchas características al papel que cumplían las SS en la Alemania del Tercer Reich hitleriano. Una defensa que no se limita al interior de Irán.

La belicosidad
Irán acumuló enemigos, casi como nadie, aunque destacan dos: Arabia Saudita e Israel. 
Pero, no son los únicos. También están los árabes sunitas de Irak, otrora todopoderosos con Saddam Hussein, hoy reducidos a un rol secundario en la política del país; están quienes se oponen al Hezbollah shiíta en el Líbano; y Turquía que combate en Siria contra las tropas del gobierno del dictador, Bashar Al-Assad.
El enfrentamiento con Arabia Saudita es casi completo. Es geopolítico, es religioso, es étnico, es petrolero. En rigor abarca también a las petro monarquías de los Emiratos Árabes Unidos y de Bahrein. Kuwait, en cambio, es casi neutral. Qatar se ubica como cercano a Irán aunque no mucho. Y Omán es siempre un eventual mediador.
Lo de Omán no es casual. La mayor parte de su población y su sultán Haitham bin Tariq profesan el islam ibadí. A medio camino, entre sunitas y shiítas, los ibadíes proclaman y promueven la igualdad entre todos los musulmanes,  no aceptan las divisiones y predican el rezo conjunto en las mezquitas. Condiciones Ideales para el rol de mediadores.
El terreno elegido para la disputa entre iraníes y sauditas es el Yemen. Allí, con apoyo iraní, el movimiento político-militar Hutí del norte del Yemen, levantado en armas contra el gobierno del país, logró tomar, y retener hasta la fecha, la capital del país, Saná a fines del 2014 y todas las provincias del oeste, las de mayor población del país.
Arabia Saudita, los Emiratos Árabes y Bahrein, apoyan al gobierno del Yemen que solo retiene algunos sectores del sur del país y el este, casi despoblado. La situación yemenita se complica además con tres actores más: las fuerzas independentistas del sur del país, Al Qaeda y Estado Islámico. Los tres, con territorios conquistados que administran.
Si Arabia Saudita es enemigo, Israel es el país a destruir. A borrar del mapa. Siempre constituyó el argumento por excelencia de Irán para validar su eventual liderazgo frente a las opiniones públicas de los estados árabes. 
Pero los resultados son, cuando menos, magros. La teocracia iraní solo convence al citado dictador sirio El-Assad, al Hezbollah libanés, al Hamas palestino que gobierna la Franja de Gaza y, en alguna medida decreciente, al emirato qatarí, siempre en competencia con Arabia Saudita.
Ahora bien, enfrentar a Israel significa no solo enfrentar a fuerzas armadas eficientes, significa enfrentar un poderío nuclear cuya posesión el país judío no confirma pero no niega. De allí, la carrera iraní por desarrollar su propia capacidad nuclear. Una carrera que determina que Irán pague precios altísimos.

El dilema 
Dicho pago de precios altísimos reconoce una doble alimentación. Por un lado, los recursos que se destinan al desarrollo nuclear y a la defensa, en general, distraen fondos utilizables en infraestructuras, en salud o en educación. Por el otro, la sospecha del uso militar de la energía nuclear desembocó en las sanciones internacionales, particularmente de los Estados Unidos.
¿Qué abarcan las sanciones? Prohibiciones de compra de divisas, de oro, de títulos de deuda, de exportaciones de autopiezas, de aviones comerciales, de transacciones con petróleo, de servicios de seguro. Además de congelamiento de activos de empresas, instituciones y funcionarios iraníes.
¿El efecto? Es mucho mayor de lo que están dispuestos a reconocer algunos analistas demasiado influenciados por razones ideológicas. Afectan a la economía cotidiana y generan disgusto con el gobierno por parte de las clases medias en el país.
Así, el mantenimiento de las sanciones como telón de fondo para una eventual negociación, dispuesto por la administración del presidente Biden, no es del todo un mal dato para los moderados de la República Islámica.
Con el expresidente Trump, todas las puertas se cerraron y los extremistas del ayatollah Jamenei avanzaron ostensiblemente por sobre los moderados del presidente, con mandato casi cumplido, Hasán Rohaní.
Con la voluntad de negociar, pero con las sanciones vigentes, las chances de los moderados vuelven a crecer. Es que solo el presidente Rohaní y su ministro de Relaciones Exteriores, Mohamed Zarif (61 años) resultan aptos y creíbles –relativamente- para la negociación.
Es que, harta de dificultades económicas, con una inflación altísima del 42 por ciento anual y una caída de entre el 5 y 6 por ciento del Producto Interno Bruto anual en los últimos tres años –sanciones mediante-, buena parte de la sociedad iraní está exhausta y dispuesta a manifestarlo como ocurrió en ocasiones anteriores.
Momentos de incertidumbre para el régimen de los ayatollahs que tras cuatro décadas en el poder solo muestran como resultado un fanatismo religioso, sin libertad y sin prosperidad.

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