xi jinping china
Para el presidente Xi los chinos cuentan con el derecho a consumir y a enriquecerse.
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China: fue cliente y fue competidor, es adversario, pero ahora ¿será enemigo?

Hace unos 20 años, el mundo occidental miraba a China como un cliente, un mercado al que era posible surtir de toda clase de bienes. Fue cuando el país ingresó a la Organización Mundial de Comercio (OMC). Ocho años más tarde, en ocasión de los Juegos Olímpicos de Pekín, el mundo occidental comprobó que el cliente era ahora un competidor, ingresado a la modernidad casi de la noche a la mañana.
Pero con la llegada, en 2012, del presidente Xi JInping (67 años), China dejó de ser un competidor y se convirtió en un rival. Un rival no limitado al plano económico-comercial. Con todas las letras, China es hoy, además, un desafío ideológico y militar para ese mundo occidental cuya decadencia muchos auguran aunque, de momento, no se cumpla.
Sí, claro, lo comercial plantea problemas. Dumping, protecciones estatales, copia de tecnología, no reconocimiento de patentes son solo algunos de los temas cuya negociación siempre está por venir, pero nunca llega. Ni hablar de lo militar. Si China muestra los dientes en cuanto al comercio, no ahorra mordisco en el plano armado.
Hoy, China va por todo. Ese ir por todo la hace temible para sus vecinos. La vuelve impredecible para la Unión Europea (UE). La torna en el adversario para los Estados Unidos del presidente Donald Trump y, probablemente, del quizás presidente Joe Biden.

Resto del mundo
Si bien Japón siempre se muestra escéptico en todo cuanto respecta a China, sentimiento que es mutuo y que se justifica plenamente dadas las sistemáticas violaciones de los derechos humanos de la población china durante la ocupación japonesa en la Segunda Guerra Mundial, el resto de los países del Pacífico, tales como Australia o la lejana Canadá mostraban un entusiasmo esperanzado de sus relaciones con el gobierno asentado en Pekín.
Todo aquello terminó. El episodio Honkong, la situación de las minorías étnicas en China y la intolerancia hacia la disidencia dieron cuenta de aquella luna de miel de hace menos de un lustro.
Es que más allá de la provisión de recursos primarios –sobre todo, australianos (carbon)-, las opiniones públicas de Canadá y de Australia ya no toleran los atropellos de la dictadura china y su estado policial. Menos aun cuando recurre a la amenaza militar. Y, en los países donde es respetado el Estado de derecho, la opinión pública cuenta.
Veamos: en Australia, el 81 por ciento de los encuestados dicen tener una opinión desfavorable sobre China. Sigue el Reino Unido con 74 por ciento y los Países Bajos con 73 por ciento. 
En Canadá y en Suecia, países al igual que Australia con contenciosos pendientes con China, el 73 y el 85 por ciento, respectivamente, muestran su desagrado. En Alemania, 71 por ciento. En Francia, 70 por ciento. En Japón, 86 por ciento. En Italia, 62 por ciento. En los Estados Unidos, 73 por ciento.
Por su lado, el presidente Xi solo recoge un 17 por ciento de opiniones favorables en el promedio de los países europeos encuestados. Por debajo aun del mucho más cercano, geográficamente hablando, presidente ruso Vladimir Putin.
Fronteras adentro
Hongkong, Sinkiang, Tíbet y Taiwán que China reivindica como parte integrante de su territorio, constituyen los cuatro temas centrales de la política interior china sobre los que el régimen intenta imponer, por la fuerza, su visión. De momento, no lo consigue, aunque no se da por vencido. Una quinta cuestión factible de ser agregada, aunque de otras características, es la democratización.
Taiwán capital Taipei, cuyo nombre oficial es República de China en contraposición a la República Popular China, capital Pekín, es un estado con “reconocimiento limitado” por terceros países.
Fue constituido en 1949 como continuidad del régimen “nacionalista” derrotado por el Ejército comunista del ex presidente Mao Tsétung en 1949. Por tanto y durante más de medio siglo, el régimen nacionalista del partido Kuomintang se auto consideró como el legítimo gobierno de toda China, aunque solo efectivizara su dominio a la isla de Taiwán.
Pero todo cambió, con la llegada al poder isleño de la corriente independentista que actualmente lidera la reelecta, por amplia mayoría, presidente Tsai Ingwen (64 años).
Desde entonces, todo gesto hacia Taiwán de parte del cualquier gobierno del mundo es considerado una provocación por parte del gobierno comunista de China. Hoy, la China comunista cuenta con una superioridad militar, en particular aérea, manifiesta frente a Taiwán. A tal punto que una invasión en toda la regla difícilmente sería contenida.
De allí que Estados Unidos haya tomado cartas en el asunto mediante las visitas a la isla de funcionarios de alto nivel en un claro mensaje a China: “no ataquen Taiwan”. Y  por las dudas, frente a una eventual sordera, el gobierno norteamericano aprobó la venta de siete sistemas de misiles móviles que posibilitarán la continuidad del combate, aún si la Fuerza Aérea taiwanesa es derrotada.
El caso Hongkong coincide con el de Taiwán en el olímpico desprecio del gobierno chino frente a las aspiraciones en un territorio tanto como en el otro. Nada más. En Hongkong, la soberanía china no está en duda, aunque resulte cuestionada por no pocos habitantes de la ex colonia británica.
Fue en 1997, cuando el territorio de Hongkong pasó de la tutela británica a la china. Ocurrió mediante la fórmula “un país, dos sistemas”. No se trataba de capitalismo o socialismo. Sino de Estado de Derecho en Hongkong frente a dictadura en el resto de China.
El doble sistema funcionó durante algunos años. Hasta la llegada del actual presidente Xi cuando la excepción Hongkong comenzó a dejar de serlo a partir de la represión del movimiento pro democracia que no aceptó que las candidaturas para gobernar la ex colonia fueran digitadas por China.

Minorías y democracia
Frente a las minorías, el gobierno chino despliega una política de sinisación forzosa. Pese a los reconocimientos constitucionales como regiones autónomas, el Sinkiang poblado por uigures musulmanes y el Tibet, poblado por tibetanos budistas, son objeto de políticas migratorias invasivas, de persecución de movimientos de resistencia nacionales, de imposición del idioma mandarín, de acoso a las religiones.
Se trata de una constante en los 71 años de “República Popular”. Desde el exilio del actual Dalai Lama, Tenzyn Gyatso (85 años), en 1959, hasta el actual internamiento de uigures en campos de concentración que albergan alrededor de 1 millón de personas, el gobierno chino impone de manera brutal su concepción del Estado totalitario sobre una quinta parte de la población mundial.
Si la masacre de estudiantes que reclamaban la democratización del país en la plaza Tienanmen de Pekín en 1988, por parte del Ejército chino, puso fin a las aspiraciones de libertad, el “reinado” del presidente Xi liquidó hasta el más mínimo atisbo de disidencia.
Su fórmula es una adaptación de aquella famosa sentencia del primer reformador frente al maoísmo, el otrora “líder” comunista Deng Xioping, fallecido en 1997, cuando convocó a los chinos a enriquecerse. También para el presidente Xi los chinos cuentan con el derecho a consumir y a enriquecerse. No es poco. Pero es todo.
Consumir sí, disentir no. Mucho menos contar con pensamiento propio. Pero, la ambición del presidente Xi va más allá. Mucho más allá. Llega hasta imponer un nuevo orden internacional basado en la hegemonía de su país o, mejor dicho de su gobierno. Ese es el sentido final de la Nueva Ruta de la Seda, una iniciativa consistente en incrementar la influencia china por todo el planeta, a expensas de Occidente en general y de los Estados Unidos en particular.
La historia demuestra que la hegemonía solo se impone –o se cambia- mediante una guerra. Algo que no parece resultar un límite para el presidente Xi Jinping, ni para el Partido Comunista chino. 

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