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La lectura afloró en esta pandemia como un pasatiempo que dejará legiones de lectores.
TENDENCIAS

Bendita seas, literatura

La pandemia ha tenido el milagroso poder de convertir la lectura en una droga benéfica y tranquilizadora.

El uso terapéutico de la literatura se ha convertido en receta contra las consecuencias psíquicas de la pandemia. Contarse cuentos enganchados unos con otros fue, desde tiempos inmemoriales, un recurso para que el tiempo pasara. El Decamerón se compone de los relatos que un grupo de jóvenes narró, por turno, durante la peste negra que diezmó Florencia en 1348. Con peste o sin peste, necesitamos narraciones.
De modo más humilde que los cuentos de Boccaccio, lo prueban las novelitas por entregas, que se imprimían en cuadernillos de unas 40 páginas, generalmente en España, y se vendían pueblo a pueblo en Argentina y otras regiones alfabetizadas de América a comienzos del siglo XX. México tuvo sus propias series impresas y también Buenos Aires. Eran la primera lectura de costureras, tejedoras y muchachas encerradas hasta el matrimonio. Cuando las estudié, hace muchos años, descubrí con asombrado orgullo que uno de mis tíos, Edmundo Sarlo Sabajanes, había publicado una novelita de esa longitud, estética y factura.
Las mujeres de mi familia leían a Vicki Baum, que rompió récords de venta en 1929 con Gran Hotel y conservó por casi tres décadas esa popularidad. Quinceañera pretensiosa, yo miraba esos libros con insolencia de perdonavidas. Me alejaba de Vicki Baum el hecho de que ocupara unos estantes en la sala de mi casa, junto a Espronceda y Amado Nervo. Por ese camino, cometí errores que me costó corregir, porque esas mujeres también leían al gran Stefan Zweig y mi ignorancia los puso a Zweig y a Vicki Baum en la misma categoría.
En la segunda mitad del siglo XIX, cuando las novelas -y las novelitas- conquistaron miles de lectores en Europa, fueron a menudo consideradas un pasatiempo femenino. Con persistente frecuencia, las condenó la Iglesia. Y también las persiguieron las leyes que codificaban la moral desde el Estado, como lo demuestra el famoso proceso a Madame Bovary. Flaubert tuvo buenos defensores, pero ninguno mejor que el paso del tiempo, que, pocos años después, lo coronó como el más grande prosista francés del siglo XIX (cuando los franceses dicen francés, quieren decir planetario). O sea que las lecturas eran educativas según el caso. Emma Bovary fue trastornada por narraciones que atizaron deseos y aflojaron los principios en los que había sido educada. Podían hacerse lecturas piadosas de Lamartine, pero no de Flaubert ni de Stendhal.
Enseñar a leer a los niños, y sobre todo a las niñas, implicaba correr riesgos que debían vigilar los maestros que cumplían la tarea de alfabetizarlos. Lo mismo sucedía con los obreros y campesinos. Si aprendían a leer podían instruirse con los textos piadosos o, en los países protestantes, con la Biblia. Pero también corrían el riesgo de quemarse en el infierno de las hojas volanderas distribuidas por los sindicatos y partidos.
La lectura fue siempre un arma de doble filo, una senda con riesgos. De chicos, nos conminaban a apagar la luz de noche para que no siguiéramos leyendo, a fin de ahorrar energía eléctrica o, como alegaban, proteger nuestros ojos. Y el cura irlandés de la parroquia de San Patricio, en mi barrio, condenaba alguno de los inocentes libros que yo escondía debajo de la almohada, previamente encontrados en la biblioteca de la escuela. Pero la pandemia ha tenido el milagroso poder de convertir la literatura en una droga benéfica y tranquilizadora, efecto no previsto por quienes la censuraron y supervisaron con criterios religiosos y morales.
Los maestros y profesores nos hacían correr un riesgo diferente, cuando nos obligaban a enfrentar libros que ni ellos mismos podían explicar bien. Nos obligaban a leer La vida es sueño a los 13 años, en una lengua que sonaba extranjera a nuestro español rioplatense. Los monólogos en verso eran incomprensibles, y ni qué decir de personajes, como Segismundo. Yo encontré un atajo semántico: a Segismundo le habían puesto ese nombre porque era meditabundo, y esa rima fue su destino. Nadie nos explicaba los deslizamientos entre representación e imaginación.
Sancho Panza me sonaba bastante más verosímil que las torsiones barrocas contra las que golpeaba en La vida es sueño. A Sancho Panza lo había conocido en el campo, se parecía a algunos paisanos criollos, astutos y rústicos. A una prima le gustaba Baroja. Para darme aires, yo declaraba a Galdós mi preferido, algo verosímil porque Marianela a todas las adolescentes nos resultaba interesante, por su sentimentalismo. Pero no tan interesante como las nuevas novelitas de amor, también editadas en España, que se vendían en kioscos, formato de 10 por 15 centímetros y tapas que evocaban el cine de Hollywood.
Estos desencuentros con la literatura son como la experiencia en una lengua extranjera. Somos exploradores. Por eso no me convencen del todo las exhortaciones a mitigar con lecturas los efectos psicológicos de la pandemia. O quizás me equivoque y la pandemia nos va a dejar un planeta de lectores. Las Vicki Baum actuales deben afilar sus plumas. Y Virginia Woolf seguirá encerradita en su cuarto propio.

(*) Periodista, escritora y ensayista argentina en el ámbito de la crítica literaria y cultural.

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