None
PANORAMA ECONÓMICO

El dilema de la crisis: ¿es primero el huevo o la gallina?

Entre los anuncios económicos de la semana pasada, que tal vez no hacen tapa de diario porque no tienen impacto directo en los bolsillos, apareció el lanzamiento de líneas de crédito subsidiadas para Pymes por 100.000 millones de pesos. Para el que tiene una pequeña empresa sin dudas es una buena noticia porque podrá financiar más barato su capital de trabajo y descontar cheques al 25% cuando venían haciéndolo al doble de tasa. Sin embargo, para muchos analistas la medida es como darle un mejor plato a gente que de todos modos no tiene para comer y se corre el riesgo de que esos fondos low cost entren en una suerte de puerta giratoria y acaben en colocaciones financieras de mayor rentabilidad.
La misma crítica puede caberles a las medidas anunciadas por el Ministerio de Producción la semana anterior, que bajaban los impuestos a la contratación de trabajo en las economías regionales. Sin demanda, el problema no son los costos, incluso gratis un trabajador resulta caro.
Sin dudas, los que piensan que la salida de la crisis pasa por bombear el consumo, habrán celebrado el 46% de aumento en las AUH dispuesto el viernes por el Presidente, puesto que se trata de casi 20.000 millones de pesos más en los bolsillos de los que más lo necesitan, que además son los que gastan una proporción mayor de cualquier ingreso adicional. Pero también están los que piensan que ese modelo ya demostró su fracaso, porque sin condiciones para producir, todo anabólico al consumo termina yéndose a la compra de bienes importados.

Keynes está preocupado
En contextos de alta incertidumbre en los que las empresas no se animan a invertir y la gente prefiere no gastar, la economía entra en un espiral recesivo donde cada cierre de una planta, cada despido y cada suspensión, profundiza la caída del resto de las actividades, agrandando el desempleo y contrayendo aún más los ingresos.
Keynes planteaba la importancia de sostener la demanda en esas condiciones, exagerando el argumento: con alto desempleo la economía se favorecería si el Estado contrata a todos los desocupados, pidiéndoles a la mitad de ellos que caven durante el día un pozo al costado de las rutas y a la otra mitad que lo tapen durante las noches.
La institución que mejor cumple esa tarea es un buen seguro de desempleo; el día que la persona recibe el telegrama de despido pasa por la ANSES y comienza a cobrar una prestación de, digamos, un 70% del salario. En la práctica es incluso mejor que pagarles por hacer un pozo y por taparlo luego, porque pueden destinar el tiempo a capacitarse y/o buscar un nuevo empleo productivo, sin que el despido masivo coordinado por una crisis erosione la demanda y retroalimente la recesión.
Pero ¿como hace un Estado quebrado para financiar semejante programa? ¿De dónde sale el dinero para aumentar la AUH, pagar un seguro de desempleo o subsidiar las tasas de interés? Si estuviéramos hablando de una crisis transitoria, en un país solvente, con buen historial de crédito, habría muchas personas dispuestas a financiar al fisco. Incluso si ese país tuviera soberanía monetaria podría emitir dinero, logrando que los contribuyentes financien al Estado sin cobrarle intereses y sin que ese shock monetario se vaya a los precios, o evitando una deflación. Pero sin crédito y con alta inflación, es un falso dilema.

La paradoja del estado “presente”
Dejando de lado algunos planteos teóricos extremos de corte anarcocapitalista, que no tienen correspondencia con ninguna experiencia en ningún país del mundo, hoy en la profesión hay un consenso en torno de la necesidad de un Estado que provea bienes públicos, como la salud, la educación, la justicia, la infraestructura y la seguridad social. Sí, hay muchas diferencias en el cómo y en el cuanto de cada una de esas cosas; algunos creemos en la educación pública y gratuita, otros prefieren que sea privada y proponen vouchers para orientar el subsidio a la demanda; estamos los que desearíamos un seguro de salud universal, pero convivimos con los que piensan que el Estado solo debe subsidiar algunos hospitales públicos y programas puntuales como los de vacunación; hay muchos que defienden un sistema jubilatorio de reparto y hay otros que pensamos que tiene que ser combinado, entre el Estado y los privados, con un componente solidario y uno de capitalización.
Pero, así como no hay asidero para sostener una economía sin Estado, tampoco se sostiene la hipocresía de una institución que primero incendia y después manda los bomberos. Está muy bien que exista un ingreso básico ciudadano, o un programa menos ambicioso como la asignación universal, pero es contradictorio que, del otro lado del mostrador, cada $100 que gastamos en el supermercado, entre $30 y $50 correspondan a impuestos. Parece razonable auxiliar a las pymes con algún tipo de subsidios en momentos de crisis sistémica, en los que sus ventas no caen porque el mercado castiga alguna ineficiencia, condena una obsolescencia, o premia un competidor que hace mejor las cosas, pero resulta contradictorio que la misma empresa que recibe los subsidios de un lado del mostrador, pague impuestos por producir o incluso el disparate de tributar por el hecho de exportar.
La raíz del problema es que los impuestos están mal puestos, porque caen sobre los bienes y los factores de producción, en vez de ser sobre las personas. La canasta básica que delimita la línea de pobreza cuesta $26.442 para una familia tipo, pero cerca de 10.000 pesos corresponden a impuestos. Debe haber pocas cosas más ineficientes, inequitativas y al mismo tiempo populistas que cobrarles 10.000 pesos a los pobres y luego repartirles subsidios.
Solo una república basada en impuestos a las personas, visibles y transparentes, empodera a los ciudadanos para que no permitan la hipocresía de un estado que en el mediano plazo es parte del problema y que en las crisis está tan inflado y anabolizado, que no puede contrabalancear con políticas anti cíclicas, como las que funcionan en el mundo desarrollado.

COMENTARIOS