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MIRADA ECONOMICA

Tiempo de reformas

“Hay que bajar los impuestos porque nos están matando” dijo a mediados de julio el mismísimo Presidente en la más mediterránea de las provincias. Un mes antes había sorprendido denunciando a los estudios jurídicos que, en connivencia con los jueces ponían al borde de la quiebra a las Pymes que tenían litigios legales con sus trabajadores; “Hay que enfrentar a la mafia de los juicios laborales, hay que enfrentar y terminar porque destruye la generación de empleo futuro”.
El diagnostico coincide no solo con el que hacían los CEO de las grandes empresas, que se reunieron hace dos semanas en IDEA, sino sobre todo con el pánico que relatan los pequeños empresarios ante la posibilidad de contratar nuevos trabajadores.
El lunes, después del espaldarazo electoral, Macri volvió a la carga y dijo en una conferencia de prensa en la Casa Rosada que “Entramos en una etapa de reformismo permanente, la Argentina no tiene que tenerle miedo a las reformas. Reformar es crecer, es evolucionar, progresar…”. 
La advertencia tiene que ver con la enorme expectativa que hay en buena parte del círculo rojo, alimentada por el hermetismo del propio gobierno que ni siquiera salió a cruzar las versiones más disparatadas que lanzaba la oposición como manotazos de ahogado y que iban desde el congelamiento y privatización de las jubilaciones hasta el aumento del IVA al 25%, pasando por la extensión de la jornada laboral, o lisa y llanamente la copia de la reforma que tuvo lugar en Brasil.
Si bien desde el oficialismo se niega que exista una sola gran Ley, está claro que hay cuatro ejes sobre los cuales se articularán una serie de proyectos que harán operable lo que el Presidente tenía en mente cuando hablaba de “reformismo permanente”; el referido a las cuestiones laborales, el que tiene que ver con lo previsional, la reforma tributaria y barajar y dar de nuevo en materia de la relación con las provincias (léase federalismo fiscal).

La reforma laboral
Cualquier modificación del statu quo en el terreno laboral tiene que pasar por tres filtros que si bien limitan la posibilidad de cambios que el Ejecutivo puede lograr, al mismo tiempo aseguran que ninguna reforma sea impuesta sin el consenso de todas las partes. En particular, las nuevas reglas tienen que ser votadas por el Congreso, donde el Gobierno no tiene mayoría, deben ser acordadas con los sindicatos para evitar una ola de medidas de protesta y necesitan pasar el filtro judicial puesto que de nada sirve sacar una gran Ley que luego choque en tribunales.
Dicho esto, tampoco es esperable una norma a la brasileña, en primer lugar porque las realidades jurídicas y económicas son distintas, pero en segundo lugar porque muchos gremialistas, como por ejemplo Antonio Caló, ya han manifestado que no creen que exista un zapato cómodo para todos, sino que quieren acordar por separado las condiciones de cada sector.
Sí existe un criterio general que seguramente guiará las diferentes negociaciones y que tiene que ver con facilitar la posibilidad de que cuando existe coincidencia entre empresas y trabajadores para invertir y crear empleo en actividades nuevas, las condiciones puedan imponerse a los convenios más amplios, como los de cada industria, emulando lo que ya se firmó en Vaca Muerta, por ejemplo.
Al mismo tiempo parece difícil que los trabajadores rechacen las cláusulas de productividad que, aunque les transfieren parte del riesgo de los negocios, también les garantizan participación en las ganancias.
En lo que hace a los costos de despido no está claro aún si el Gobierno está decidido a girar hacia un modelo como el de los países nórdicos, en los que existe un seguro de desempleo que reemplaza a la tradicional indemnización, pero sí es muy probable que proponga un sistema que le dé menos discrecionalidad a los jueces para regular las sentencias, en sintonía con la nueva Ley de Riesgos de Trabajo, que redujo dramáticamente los litigios en las jurisdicciones que ya adhirieron a esa normativa.

La reforma tributaria
“Ley pareja no es rigurosa” reza el refrán y ese parece ser el criterio general para avanzar en los principales impuestos como IVA y Ganancias, que según el presupuesto 2017 tuvieron exenciones por 230.000 millones de pesos (2,2% del PBI). Esto quiere decir que, si por ejemplo en el IVA se eliminaran todos los tratamientos preferenciales de distintos productos, se podría recaudar la misma cantidad de plata con un alícuota uniforme de 16,5%. Esa rebaja podría ser incluso mucho mayor si se avanzara en un blanqueo de la economía.
En el caso de Ganancias, las exenciones más importantes son a la renta financiera de las personas físicas, donde podría haber cambios, aunque está en debate el alcance, sobre todo porque no tiene mucho sentido gravar títulos públicos. Tampoco resulta lógico cobrarles el impuesto a los plazos fijos, puesto que la tasa de interés que pagan los bancos por los depósitos, ni siquiera cubre la inflación.
Soy de los que piensan que hay una oportunidad histórica de avanzar en una estructura tributaria mucho más progresiva, en la que los impuestos salgan de los bienes (baje el IVA) y vayan a las personas (que todos paguemos Ganancias, salvo los pobres), pero no estoy seguro que el Gobierno esté tan convencido como yo. Hay sí versiones que indican que se avanzaría en la reducción (gradual) de Ganancias, pero para el caso de las empresas, con el objetivo de apuntalar la rentabilidad.
Donde sí parece haber una idea de mayor progresividad es en los aportes laborales; en pos del blanqueo cobra fuerza la propuesta de que el impuesto no se cobre a ningún salario inferior a los $10.000.
Vienen semanas de definiciones que despejarán muchas incertidumbres, aunque desde las más altas esferas del poder insisten en parafrasear el hit de Luis Fonsi, repitiendo una y otra vez que habrá muchos cambios, pero despacito. 

(*) El autor es economista, profesor de la Unnoba y la UNLP, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y autor de "Casual Mente" y "Psychonomics". 
 

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