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Nadie sabe muy bien cuántos son los catalanes que aspiran a la independencia y que no se sienten españoles, ni cuántos son aquellos que, como catalanes, se identifican con España.
LA COLUMNA DE LA SEMANA

El derecho a la autodeterminación de los pueblos

Las ilegalidades suelen, a veces a la larga y otra no, pagarse caro.
Es cuanto le sucedió al presidente de la Comunidad Autónoma de Catalunya, Carles Puigdemont, en su frenética carrera hacia la independencia de dicha región que forma parte del Reino de España.
Pero, la lluvia de críticas que mereció –al menos por parte de quienes creemos en el estado de derecho- no invalida ni sus aspiraciones, ni las de una gran cantidad de catalanes para quienes la independencia es un objetivo a cumplir.
La cuestión debe ser aclarada. Muchos comentaristas y algunos intelectuales de pretendido fuste atacaron al independentismo catalán no solo por su intento de vulnerar la legalidad –ataque que compartimos- sino por su aspiración, como si aspirar a la independencia fuese un delito o, sin ir tan lejos, un delirio.
El deseo de independencia es, ante todo, un sentimiento y como tal no puede ser catalogado, ni juzgado. Luego sigue la conveniencia, ya no de proclamarlo, sino de llevarlo a cabo, en un mundo interrelacionado. Por último, hace falta cumplir con las formalidades de la legalidad para no caer en un aislamiento del que, luego, cuesta mucho salir.

Aspiraciones históricas
Nadie sabe muy bien cuántos son los catalanes que aspiran a la independencia y que no se sienten españoles, ni cuántos son aquellos que, como catalanes, se identifican con España.
Y hete aquí una de las llaves para encarar el problema: todo el mundo en Cataluña es catalán. O, mejor dicho, todos quienes no emigraron desde otras regiones españolas o desde el extranjero.
Pero, no todos los catalanes aspiran a la independencia. Muchos, repito que no se sabe cuántos, sienten a Cataluña y a España como propias.
Ambos “bandos” tienen razón. Sencillamente, porque los sentimientos no son razonables. Son, precisamente, sentimentales. Y punto.
De cualquier forma, frente a los sentimientos, dos cuestiones deben ser tenidas en cuenta.
Ambas dos avanzan sobre el terreno de la razón. Una es la historia. Otra es la política. Van de la mano.
La historia del mundo cambia sustancialmente cuando las aspiraciones nacionales avanzan por sobre los imperios multinacionales y modifican radicalmente el mapa europeo, tras la Primera Guerra Mundial.
Luego cambia nuevamente cuando, tres lustros después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, comienza el proceso de descolonización en todo el orbe, pero particularmente en África.
Este proceso reconoce un antecedente entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX con las guerras de independencia en algunas colonias británicas, españolas y portuguesa de las Américas.
Claro que, en los dos últimos casos, no puede hablarse de nacionalismos, ni siquiera de etnicismos. Pero sí, en el primero, en el estallido de los imperios europeos y medio orientales.
Con algunas excepciones, como la República Francesa, o los reinos más pequeños en población como los escandinavos, Bélgica y Holanda, cuatro grandes imperios llegaron a la contienda, exageradamente nominada como mundial.
Tres de esos grandes imperios resultaron vencidos. Dos de ellos, fueron desmembrados: Austria-Hungría y el Otomano. Uno fue deliberadamente debilitado, el Imperio Alemán, o mejor dicho la República Alemana que lo sucedió. El cuarto pudo mantener, con algún recorte, su hegemonía, fue el Ruso, continuado por la también imperial Unión Soviética.
Del desmembramiento, surgieron estados independientes en los Balcanes y en Europa Central. Algunos étnicamente más o menos homogéneos como Hungría, Rumania, Bulgaria o Grecia y otros, producto de una ingeniería geopolítica como Checoslovaquia o Yugoslavia.
Paralelamente, el Imperio Otomano fue desmembrado con la creación de una multiplicidad de estados árabes, casi todos ellos con fronteras artificiales en virtud de un tratado, el de Sykes-Picot, verdadero ejemplo como, años después, Yalta, de reparto de áreas de influencia sin la menor consideración por los sentimientos, ni las voluntades de los pueblos sometidos.

Argumentos políticos
Fue el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, uno de los vencedores de la Primera Guerra Mundial, quien proclamó en las conversaciones de paz en el Palacio de Versalles, el derecho a la libre autodeterminación de los pueblos.
Fue absolutamente revolucionario para la época y fue fatal para los imperios vencidos en la Primera Guerra Mundial. 
En la práctica, la invocación wilsoniana, casi estuvo limitada a Europa y a Medio Oriente. No incluyó la colonizada África, ni la también colonizada, aunque en un grado menor, Asia, ni el imperio soviético que, desgajado, aún se mantiene bajo la forma de Federación Rusa.
En todo caso fue un grito emancipatorio, cuyos ecos –como se ve en Cataluña o en Escocia o en el Kurdistán- no fueron acallados.
El derecho a la libre autodeterminación de los pueblos choca con el principio sobre la intangibilidad de las fronteras.
Ambos pueden ser válidos. Pero los grados de legitimidad de cada uno son sustancialmente distintos.
 Por algo, a la libre autodeterminación de los pueblos se la sindica como derecho, mientras que a la intangibilidad de las fronteras solo se la califica como principio.
Con la creación de la Organización de las Naciones Unidas, al término de la Segunda Guerra Mundial, el segundo criterio fue ganando terreno sobre el primero.
Si bien fue creado un Comité de Descolonización –que aún subsiste-, el criterio empleado, particularmente en África, fue el de respetar las fronteras coloniales que en nada representan los territorios “étnicos” originales.
Resultado: guerras civiles por doquier y como subproducto, bandolerismo, narcotráfico y demás males, en muchos casos amparados en fanatismos religiosos islámicos o cristianos como el Ejército del Señor en Uganda.
Con todo, y luego de guerras que costaron miles de vidas, el empleo de niños soldados, la violación de mujeres, el asesinato de poblaciones civiles, la ruina económica, dos casos de autodeterminación debieron ser reconocidos –tratativas legales de por medio- como tales: la separación de Eritrea de Etiopía y la de Sudán del Sur de Sudán.

Formalidades legales
Una comprobación vale para ser tenida en cuenta. Allí, donde el Estado reconoció las aspiraciones nacionales, las guerras civiles y todas sus terribles consecuencias fueron evitadas.
Y una segunda comprobación también vale la pena para ser tenida en cuenta. Las guerras civiles y todas sus terribles consecuencias fueron evitadas, a su vez, donde los movimientos separatistas se mantuvieron y dieron su lucha dentro de la legalidad.
Los casos más emblemáticos son los del Quebec canadiense y de la Escocia integrante del Reino Unidos de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.
Algunos comentaristas locales se empecinan en comparar el caso quebequois con el catalán. Y se apresuran al extremo al señalar que la independencia de Quebec “fracasó” por la “huida” de empresas y por el eventual desprestigio de las instituciones como la Universidad McGill de Montreal.
No fue así. La independencia del Quebec –provincia de habla francesa en el Canadá mayoritariamente anglófono- no se llevó a cabo porque, a diferencia del caso catalán, los dos plebiscitos, el de 1980 y el de 1995, fueron organizados de manera amplia, sin exclusiones, como verdaderas medidas de la voluntad de los habitantes del Quebec.
Y decir esto último, fue reconocer los derechos de todos quienes allí viven. Por supuesto, los quebequois de habla francófona, pero también quienes, provenientes de otras regiones canadienses de habla inglesa habitaban el Quebec desde un mínimo de años. Y también los integrantes de las diez naciones originarias reconocidas como tales por el propio Parlamento provincial.
El caso escocés es similar. No solo votaron los escoceses étnicos, sino todos los empadronados en Escocia.
Ergo, es válido afirmar con certeza que, en ambos casos, las poblaciones de ambas regiones optaron por negar la independencia. 
Pero, nada queda cerrado para el futuro. Es factible imaginar futuros plebiscitos en Escocia y en Canadá. La puerta quedó abierta y la tranquilidad pública… asegurada.

Autoritarismo multilateral
El derecho a la libre determinación de los pueblos que, repito, no significa independencia sino expresión genuina de la voluntad popular respecto del marco jurídico-político de una comunidad, encuentra un nuevo enemigo en los organismos multilaterales. En particular, en la Unión Europea (UE) y, en mucho menor medida, en la Unidad Africana (UA).
En tal sentido, ni la Organización de Estados Americanos (OEA), ni los distintos tratados que obligan a Canadá, opusieron reparos para el par de plebiscitos que se llevaron a cabo sobre la independencia del Quebec.
Muy distinta es la situación europea. Tanto en la legal votación escocesa como en la ilegal votación catalana, la organización multilateral antepuso el principio de la intangibilidad de las fronteras.
Si de algo se quejan buena parte de los ciudadanos europeos frente a los dictados de la UE, es de su pretensión de regular, desde una burocracia no electa por sufragio popular, gran cantidad de aspectos de la vida en los países que la componen.
Seguramente, y aunque buena parte de los europeos no lo apruebe, la presión sobre Escocia y Cataluña, con amenazas de impedir su eventual ingreso a la Unión, fue y es una flagrante intervención sobre los asuntos internos de los países y, sobre todo, sobre la voluntad soberana de sus ciudadanos.
Claro que el tiro salió por la culata en el caso escocés. Tras el exitoso rechazo de quienes fueron legalmente consultados, los británicos en su conjunto –con precisamente la excepción de los escoceses y los irlandeses del norte- votaron mayoritariamente por el retiro (Brexit) del conjunto europeo.
Fue una demostración más del alejamiento de algunas instituciones del pensamiento y el sentimiento popular. Quienes estaban a favor de pertenecer eran amenazados y rechazados a favor de quienes decidieron salir. Paradójico.

Resto del mundo
Si bien los casos escocés y catalán acaparan la atención por tratarse de casos eurocéntricos, no son pocas las regiones del mundo donde un proceso independentista aparece en vías de procesamiento.
Junto a las experiencias de Eritrea, Sudán del Sur y Timor Oriental –separado de Indonesia-, productos de acuerdos que pusieron fin a años de guerra entre el poder central y la región separatista, y al pacífico y legal doble rechazo del Quebec a su separación del Canadá, debe agregarse otros cuyo grado de avance varía según las circunstancias.
El más reciente es el del Kurdistán iraquí que acaba de llevar adelante un plebiscito sobre la independencia que arrojó una inmensa mayoría de votos a favor de la separación aunque, a diferencia del caso catalán, la independencia no fue proclamada.
Cabe destacar que los kurdos conforman una nación –aunque mayoritariamente musulmana- diferente de los árabes. Una nación cuya población se dispersa entre las fronteras irakíes, iraníes, turcas y sirias. Nunca, colonialismo mediante –turco primero, británico después- contaron con un estado propio.
Pero los conflictos larvados o semi larvados no se agotan allí. La cuestión tibetana –con un gobierno en el exilio- frente a China es una de ellas. O la independencia, también de China, de su porción más occidental, poblada por uigures musulmanes. O la eventual separación de derecho de Taiwan.
También están las reivindicaciones étnicas en los artificiales –colonialismo mediante- estados africanos donde, generalmente, una etnia domina por sobre el resto de las comunidades que componen la población del Estado. El genocidio rwandés de 1994, donde fueron asesinados el 75 por ciento de las personas que se identificaban como miembros de la etnia tutsi, da buena cuenta de ello.
Actualmente, en una África saheliana cruzada por el bandolerismo y el narcotráfico como subproductos del islamismo fundamentalista, la reivindicación de una patria tuareg, el Estado Azawad, emerge como un objetivo imposible de soslayar.
Por último, aunque la lista no se agota, cabe recordar las traumáticas, violentas y genocidas separaciones de la ex Yugoslavia, con “limpiezas étnicas” en el seno de la propia y civilizada Europa. O los procesos terroristas en el País Vasco español o en la Irlanda del Norte británica.
Conclusión: resulta absurdo imaginar que la voluntad de una etnia, nación o región de regirse por un Estado propio pueda ser impedida, ahogada o eludida, sin el riesgo de caer en la violencia
Claro que esa voluntad debe ser expresada legal y legítimamente. Si se la aborda con amplitud, deberá transcurrir un largo proceso de reflexión y de estimulación de una parte y de otra sobre las ventajas, sentimientos y virtudes de una separación o lo contrario.
No es una cuestión que se debe abordar a la ligera, ni de un momento para el otro. Aunque más no sea, porque un plebiscito por la independencia siempre es posible de abordar nuevamente –Quebec lleva dos- si el resultado es negativo. Pero, si es positivo se hace impensable volver atrás.
Con todo, vale la pena recordar aquella frase del presidente Hipólito Yrigoyen: “los hombres deben ser sagrados para los hombres y los pueblos, para los pueblos”.

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