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CLAVES PARA ENTENDER

Súper, descuentos, ¿y después?

A las seis la marea humana se empezó a mover. Las escaramuzas por las imperfecciones del orden espontáneo empezaron a acumularse, pero el agua no llegó al río… hasta que se acabaron los changuitos.
A primera vista la respuesta de la gente que explotó los súper para aprovechar la promo del 50% no tiene nada de particular. Es la reacción racional a una oportunidad que solo se presenta excepcionalmente. Pero ya en las colas de un conocido hipermercado mayorista empezó a tomar forma el primero de los sesgos; el de los costos hundidos, más conocido como “efecto de película mala”
Desde un punto de vista racional lo mejor que puede hacer un espectador que a los quince minutos de proyección llega a la conclusión de que el filme no vale la pena, es retirarse del cine y dedicar el resto de su tiempo a algo mejor. Pero la gente no hace eso; el razonamiento más común del asistente promedio es que, aunque la película es mala, acaba de gastar $120 en la entrada y no está dispuesto a tirar el dinero a la basura. Aunque en la realidad esa plata ya está en el tacho.
Probablemente algunas personas de las que fueron el miércoles no habrían ido si hubieran sabido que iban a tener que dedicarle ocho horas a la aventura. Hasta acá solo un error de previsión; una subestimación de la cantidad de gente que piensa y decide como uno. Pero la mayoría de los consumidores tampoco cambiaron su decisión cuando era evidente que la cola resultaba larga y los changuitos se habían quedado cortos.
Con el diario del lunes, muchos periodistas se asombraron de que tanta gente hiciera ocho horas de cola para comprar la comida con descuento, pero ni la gente sabía que iba a demorar tanto en el súper, ni tampoco se abalanzaron contra las góndolas buscando comer más barato, en una patética réplica latina del Black Friday en la que se reemplazaba un televisor de alta gama por un paquete de polenta.

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El sesgo en que incurrieron la mayor parte de los comentaristas aquí, es que piensan en cuentas mentales separadas y no se dan cuenta que el dinero es fungible. Es cierto que el descuento aplicaba básicamente a la compra de alimentos y bebidas, pero dado que la gente de cualquier modo compra esos productos todos los meses, la promo en la realidad equivalía a entregar un cheque de $1.500 a cualquier cliente que pasara por las cajas erogando al menos $3.000. Más aún; no estaban los precios más baratos por la ocasión, sino que el beneficio se hacía operativo como una devolución efectuada a posteriori por el banco, en la tarjeta del consumidor. Y una vez que esos $1.500 están en la cuenta, no hay ninguna restricción respecto del destino de los fondos.
Entonces incluso cuando los compradores hubieran sabido de antemano que debían invertir ocho horas de su tiempo para hacerse de $1.500 pesos en sus cuentas, habría sido muy racional aceptar la propuesta, siempre que ese dinero compensara el costo de oportunidad del tiempo dedicado al súper. Puesto en otras palabras; para cualquiera que gane menos de $1.500 por día de trabajo era tentador hacer la cola para que el banco pusiera en su cuenta ese dinero. Y hay muchísima gente de clase media que en Argentina gana menos de $1500 por día.

¿Cuál es el negocio del banco?
El presidente de la entidad financiera anfitriona, Juan Curutchet, explicó a quien quisiera oírlo que ese 50% lo ponían tanto el banco como los comercios adheridos a la iniciativa.
Por el lado de los súper el negocio fue redondo porque la promo corre un día de muy poco trabajo, en el que esas mayores ventas prácticamente no les generan ningún costo adicional a los comerciantes, más allá de la reposición de la mercadería. Pensemos que de cada $100 pesos que pagamos en la góndola, el costo de esos productos representa en promedio solo un 50%, mientras que la otra mitad corresponde a salarios del personal, alquiler del local, impuestos, servicios y ganancia del empresario. Sucede que la mayoría de esos costos adicionales hay que pagarlos de todos modos y lo mismo da que el miércoles vengan 100 clientes o 10.000. Como cualquier lector podrá sospechar, el supermercado no pierde plata ni puso en la realidad un solo peso de su bolsillo.

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El banco, por su parte, gana con la promo por dos vías. En primer lugar, capta más clientes que se pueden ver tentados por los beneficios que la entidad les otorga a los usuarios de sus tarjetas, máxime luego de la enorme publicidad que involuntariamente los principales medios le regalaron esta semana. En segundo lugar, aumenta la utilización que sus clientes actuales hacen de la línea de plásticos vigentes.
Y acá entra la última falla cognitiva a la que me quiero referir en esta columna, que es la que explica por qué los bancos normalmente ofrecen tantos descuentos a sus usuarios; el sesgo de sobre confianza.
En Argentina dos tercios de los clientes pagan el resumen completo de sus tarjetas, pero una tercera parte de ellos abona el mínimo y entra en la bola de nieve de un esquema de financiamiento carísimo, con costos que en algunos casos superan el 70% anual. Eso ocurre en parte por ignorancia financiera, pero incluso aquellos formados en la materia sucumben habitualmente al error de sobreestimar sus capacidades económicas del mes. Hacen sus compras y cargan las tarjetas en el convencimiento de que podrán pagar la cuenta entera, pero subestiman la probabilidad de que ocurran imprevistos. En los hechos se rompen las zapatillas de uno de los nenes, el auto termina en el mecánico o llega la factura de un impuesto que no se había contemplado, generando un quebranto que solo puede ser cubierto usando la línea de financiamiento de más fácil acceso. Aunque desgraciadamente, la más cara.

(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la Unnoba, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y autor de "Casual Mente" y "Psychonomics"

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