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Parvulario

Eran tres chicas simpáticas, parte de un grupo de alumnos de periodismo de una ciudad latinoamericana. Al terminar la clase me preguntaron si podían tomarse una foto conmigo. Ni sé por qué, para probar qué cosa, les dije: “Sí, pero les pido que no la suban a Facebook o a Instragram”. Las chicas se miraron, desconcertadas, y dijeron: “Ah, entonces no”. Ahí quedó todo, pero seguí pensando en el asunto. ¿Por qué alguien renuncia a tomarse una foto que aparentemente le importa solo por no poder mostrarla a, digamos, una decena de personas a las que, de todos modos, la foto no va a importarles un bledo? 
Salvando las desmesuradas distancias, no me imagino a mí misma pidiéndole una foto a Eddie Vedder, el cantante de Pearl Jam, y renunciando a hacerla solo porque el bueno de Eddie me sugiriera no subirla a la web. Claro que el único motivo por el que la gente hoy hace fotos parece ser el de regurgitarlas con urgencia en el buche glotón de las redes sociales. Una vez regurgitado allí, el vómito fotográfico dura lo que una breve eyaculación de clics y después se olvida para siempre. Pero eso no importa, porque la imagen (“Yo y Claudio Magris”, “Yo y esta pirámide egipcia”, “Yo y un jabón”, “Yo y mi butaca 24J del vuelo de Iberia”) ya cumplió su cometido: ser una pieza más del egotrip planetario cuyo lema es: “Esto existe solo porque yo estuve allí, y ahora quiero que todos vean cómo lo hice existir”. 
Me gustaría creer que la humanidad atraviesa una etapa interesante, marcada por una suave perversión en la que se combinan el sigilo de los voyeurs y la fornida crudeza de los exhibicionistas. Pero, lamentablemente, no es verdad. Este tiempo recuerda, más bien, a esos bochornosos momentos de la infancia en los que, si mami no nos estaba mirando, la gracia no tenía gracia. Freud lo llamaría, supongo, regresión.

(*) Escritora y periodista juninense, columnista del diario español El País, donde se publicó esta nota.

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