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PUNTOS DE VISTA

Los padecientes del IOMA

Mientras me conmovía con la película “Yo, Daniel Blake” (foto) me pareció estar viendo un documental sobre los trámites de la atención social de la salud en el IOMA.
Inmediatamente asocié el dramático relato cinematográfico del vía cruxis del enfermo coronario que reclama sin éxito la ayuda social a la que tiene derecho, con un libro cuya lectura me había provocado sensaciones semejantes.
Me refiero al trabajo de campo del sociólogo Javier Auyero, “Los pacientes del Estado”, Eudeba, 2013, que entrevistó decenas de personas -algunas en situación de extrema pobreza- los cuales, dotados de una paciencia infinita, deambulaban desde una oficina pública a otra recibiendo promesas de asistencia de variada índole, desde alimentos a vivienda, pasando por medicamentos y capacitación laboral.
Los trámites se prolongaban durante años y los pacientes devenidos en “padecientes” habían adquirido la habilidad de anticiparle al investigador las palabras que iban a escuchar al ser nuevamente atendidos por los empleados de turno: “todavía no hay noticia”; “debe ir a otra oficina”; “vuelva en un par de meses”; “no hay presupuesto”; “por hoy no damos más números” y un largo etcétera.
Quienes ejercemos la abogacía en el campo del Derecho Administrativo comprobamos desde hace décadas los abusos que soportan los pacientes-padecientes en el área más sensible donde la demora es letal.

En este escenario arrecian los pedidos de amparo judicial, obligando al área legal del IOMA a organizar una oficina especial para atenderlos.


Sometidos a largas esperas, en no pocas ocasiones pierden su carrera contra la muerte porque la enfermedad triunfa o debido a que la obra social niega el medicamento, la tomografía o la operación, informando lacónicamente que “la junta médica no se ha expedido”, que “el vademécum no prevé esa medicina, esa práctica, el estudio prescripto o la intervención quirúrgica indicada”.
En algunos casos directamente no se produce respuesta alguna y el tiempo, inexorable y cruel, hace su trabajo terminando con la vida del padeciente.
A nadie importa si de esa manera se ignora brutalmente el derecho constitucional a la salud y se convierte en declamación vacua el principio de celeridad de los trámites administrativos que las leyes ¿garantizan? a todas las personas en general y a los enfermos en particular.
En semejante escenario arrecian los pedidos de amparo judicial, obligando al área legal del IOMA a organizar una oficina especial para responderlos.
Mientras tanto sus autoridades afrontan numerosas denuncias de asociaciones de profesionales de la salud y varios procesos por corrupción. Algunos fiscales creen que dineros faltantes en prestaciones públicas fueron a parar a bolsillos privados.
Cuando advertimos en todo su dramatismo la distancia cada vez más extensa entre la regla y la realidad nos vemos invadidos por la frustración y la impotencia.
El jubilado que hace unos días se quitó la vida en una oficina del sistema jubilatorio nacional, según se dice, sufría una intensa depresión aparentemente provocada por su extrema soledad.
Los funcionarios del Anses aseguran, y no hay por qué descreer de sus palabras, que el suicida no tenía trámites pendientes que lo colocara en la categoría de “paciente del Estado”.
Cabe sin embargo preguntarse: ¿Por qué concretó su trágica decisión en una oficina pública? ¿Habrá asociado su fatal tristeza a momentos anteriores cuando pasaba el tiempo en salas de espera, escritorios y empleados de mirada indiferente? La respuesta es un dilema para psicólogos pero la pregunta es válida.

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