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En estos tiempos que corren no sólo aumenta la pobreza y la indigencia, sino que la brecha entre los que más y menos tienen se acrecienta.
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¡Alerta! Violencia en la escuela

Una maestra reprende en voz alta a un alumno que no para de hablar mientras ella intenta dar clase, a lo que el niño contesta: “bajá el tonito”. Un profesor le pide a un estudiante que se retire del aula, luego de ser interrumpido y provocado reiteradamente; el adolescente se niega a irse. En una reunión de padres, una mamá y un papá se burlan de un docente que parece no estar del todo familiarizado con el uso pedagógico de las TIC. Una madre “sacada” entra al colegio y agrede verbal y físicamente a la directora a quien culpa de las “injusticias” a las que fue sometido su hijo. Por no hablar de casos en los que algún niño con arma en mano dispara a sus compañeros porque le hacen “bullyng” debido a su color de piel, su carácter.  O de otros, en los que adolescentes son abusados sexualmente por adultos a quienes se los forma y se les paga para enseñarles. 
Hay de todo en la escuela; pero no es todo lo mismo, por supuesto. Ni tampoco estas escenas, basadas en hechos reales, resultan ser las más frecuentes; aunque sean las que vemos reiteradamente en los noticieros de la tele cuando ocurren, sobre todo las que cargan con agresión física, sangre y muerte. De todos modos acontecen y nos ponen en alerta.
La violencia en sus distintas manifestaciones, así como otros fenómenos sociales de época habitan la escuela. Los teléfonos celulares, los spinners, los tatuajes, los piercings pero también el hambre, el abandono, la marginalidad, la ostentación, la sobreprotección, la ansiedad, el miedo, la incertidumbre, el egoísmo, la codicia (y podríamos continuar…)  protagonizan las obras escolares que se generan por estas épocas. Los muros del santuario han cedido, decía un autor francés, para referirse precisamente a la irrupción del mundo social en una institución que antes se cerraba y protegía de todo lo que pudiera desviarla, tanto como de los “desviados”; una institución que resguardaba y preservaba su patrimonio: EL saber y LA cultura (en singular y con mayúsculas). 
Hoy los tiempos son diferentes, con la entrada abrupta de la sociedad a la escuela ingresan los temas y problemas que la atraviesan. Tratándose de la violencia, específicamente, podríamos pensar que si la sociedad es violenta y cuanto más violenta sea, más recrudecerán las cuestiones de esta índole en las aulas. La desigualdad, como se sabe y se ha recordado por estos días, genera violencia. Sobre todo, agrego, cuando a la desigualdad, a la marginalidad y a la exclusión, se le suma la indiferencia. En estos tiempos que corren no sólo aumenta la pobreza y la indigencia sino que la brecha entre los que más y menos tienen se acrecienta. Y lo peor de todo es que la gravedad de la situación convive con la liviandad de un discurso “light” que nos habla de la felicidad, la alegría y el bienestar de todos. Por cierto, tanto las políticas como los dichos que las acompañan, favorecen el recrudecimiento social de la violencia.

¿Y la escuela? 
Una vez más cabe recordar que no se le puede exigir a la escuela ni  a sus docentes que solucionen o se hagan cargo en persona de los problemas que se generan estructuralmente.  Claramente la responsabilidad está en otra parte: en las políticas económicas, sociales y también educativas de los gobiernos que las definen, defienden e implementan. Sin embargo, hay algo que sí puede hacer el sistema educativo: mitigar las desigualdades y, de su mano, las situaciones de  violencia que él mismo produce. 
La escuela que hoy se declara inclusiva, para todos y todas, se vive en muchas ocasiones y para muchos alumnos como “injusta”. Pareciera ser que se invita o convoca a participar, a todos por igual, de un juego en el que no todos tienen las mismas oportunidades de ganar. Los alumnos mejor y peor provistos para la competencia provienen de distintos hogares, más o menos favorecidos en términos sociales y culturales. Son precisamente los peor posicionados los que suelen “fracasar” (faltar, repetir, desertar) en la escuela y salir de ella con una etiqueta puesta, que no sólo afirma su derrota sino que además la legitima: “Tuviste la oportunidad y no la supiste aprovechar”. 
Por lo anterior, no basta que la escuela se declare inclusiva, tiene que practicar la inclusión mediantes prácticas pedagógicas que amplíen las oportunidades hasta el máximo posible. Las formas de enseñar y de evaluar se ponen en escena y adquieren protagonismos en esta propuesta. No es lo mismo enseñar que no enseñar, como tampoco hacerlo de cualquier manera. Hay muchas formas de enseñar y generar las condiciones para que los alumnos aprendan. Hay que probar, combinar, inventar formas, maneras que convoquen a los niños y a los jóvenes, brindándoles la oportunidad para que todos, en algún momento, puedan mostrar alguna capacidad o habilidad propia. ¿Qué saben hacer nuestros alumnos? ¿Para qué son buenos? ¿Qué tiene cada uno para mostrar, para ofrecer y enorgullecerse por ello? ¿Y si lo que cada uno puede aportar sirve para la producción de algún proyecto colectivo? ¿Nos hacemos estas preguntas, las practicamos?  No es un desafío menor para los docentes pero vale la pena intentarlo, ya que posicionar a los sujetos desde sus capacidades y fortalezas, los deja mejor parados y habilitados para recorrer el arduo camino del aprendizaje. Somos los adultos, los educadores, quienes tenemos tanto la oportunidad como la responsabilidad de generar las condiciones y acompañarlos en este proceso. 
Volviendo a nuestras escenas iniciales, podemos empezar a distinguir y a asumir lo que nos toca, como asimismo contribuir a la educación, a la formación de una ciudadanía que necesita aprender a convivir con otros. Una ciudadanía que sepa y pueda aceptar, valorar y enriquecerse con las diferencias, que sepa y pueda comprender y sentir con los demás, aún cuando no les caigan bien o piensen diferente. Entenderse, respetarse, escucharse, son habilidades que se aprenden. Pero se aprenden cuando se las practica y cuando se las practica mucho; tanto, que hasta llegan a convertirse en hábitos, es decir, que salen espontáneamente en nuestros actos, sin que las pensemos o seamos muy conscientes. Las maneras de expresarnos, de comunicarnos cotidianamente, aun en los intercambios menores,  nos van formando; siendo esos gestos, esos detalles de las interacciones los que la escuela puede propiciar/favorecer/ enseñar. También en este caso, no es lo mismo que lo haga o no lo haga, como tampoco que lo haga de cualquier manera. 
Estamos en alerta. Para asumir nuestro compromiso con la educación, la formación, la transformación de las nuevas generaciones, como así también para reclamar, exigir y contribuir con la construcción de políticas que velen por una sociedad más justa. Menos violenta.

(*) Doctora en Educación por la Universidad de Buenos Aires. Autora del libro "Los artesanos de la enseñanza. Acerca de la formación de los maestros con oficio". Editorial Paidós, 2017.

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