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No todos los niños y jóvenes que van a las escuelas reciben una educación de la misma calidad.
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Amor por la educación

Nuestro sistema educativo se muestra a la vez inclusivo y excluyente. Inclusivo en tanto son muchos (casi todos los que pertenecen a la franja de edad correspondiente) los que a él ingresan. Excluyente en tanto son muchos menos (no llegan a la mitad) los que finalizan la escolaridad obligatoria (que en nuestro país abarca desde el pre-escolar hasta la secundaria completa) en tiempo y forma.
Por otro lado, no todos los niños y jóvenes que van a las escuelas reciben una educación de la misma calidad. Al contrario, pareciera ser una jugada tramposa del sistema que en la medida que se expande genera “circuitos” diferenciados por donde transitan distintos destinatarios: los más y menos desfavorecidos socialmente concurren a establecimientos cualitativamente diferentes. Más allá de excepciones, ésta pareciera ser la norma.
El problema no es nuevo. Ocurre que antes la exclusión o el fracaso eran la salida que ofrecía la educación formal para quienes no se adaptaban a sus condiciones. Hoy muchos más ingresan. Algunos permanecen. Pero no todos logran acceder a las mismas porciones del saber y la cultura. En temas educativos la torta tampoco se reparte igualitariamente.
¿Cómo conjugar masividad con calidad? Desafío no menor el expuesto, ya que generalmente lo “bueno” se asocia con lo exclusivo (lo que es para pocos)  antes que con lo inclusivo (lo que es para muchos o todos). ¿Y entonces? 
Desde un marco normativo y legal que postula la educación como un derecho universal, ya no es posible disociar calidad de inclusión educativa/social y desde esta perspectiva es imprescindible pensar las políticas cuando se pretende avanzar hacia una escuela y una sociedad más igualitarias, más justas.    

Un plan integral
Ahora bien, si lo que está en juego es mejorar la educación, en el sentido de brindar más y mejores oportunidades para todos los niño/as y jóvenes, una política educativa que no atienda en forma simultánea distintos frentes corre el riesgo de hacer agua, en tanto evade la complejidad que caracteriza y explica la situación por la que atraviesan los sistemas masivos de enseñanza en distintos momentos históricos. Subiendo aún más la apuesta, podría decirse que las políticas educativas en sí mismas no resultarán suficientes si no van acompañadas de decisiones económicas y sociales acordes.
Aún así, desde el sector específico que nos ocupa, se pueden esbozar distintos frentes que tendría que contemplar un plan integral que implique un avance efectivo, y no un retroceso, por sobre la situación existente.
En primer lugar, los espacios educativos tendrían que ser puestos en condiciones de manera tal de asegurar y demostrar simbólicamente que lo que allí pasa tiene un valor para el conjunto de la sociedad: es importante. Escuelas bellas en su infraestructura, que repongan el valor cultural de sus edificios, dotadas de buenos libros, películas, computadoras repletas de programas pedagógicamente potentes, en las que los docentes enseñen y aprendan juntos.  Escuelas organizadas democráticamente dando lugar, además de la formación de sus docentes en instancias de trabajo compartidas, a la participación sistemática y orgánica de  todos los miembros que la componen. El intercambio de opiniones,  la comunicación y la proliferación de los canales de información posibilitarían “mostrar” lo que se hace, valorarlo, legitimarlo. 
En segundo lugar, habría que lograr que el acceso a los bienes culturales se realice de manera más igualitaria, más justa. Más allá de los contenidos “prioritarios”, la familiarización con los conocimientos científicos, artísticos, tecnológicos así como con los idiomas extranjeros, no tendría que ser un privilegio reservado para unos pocos alumnos. Habilitar una formación genuina en estos lenguajes no solamente implica asegurar la adquisición de habilidades determinadas, sino que conlleva un reconocimiento social favorecedor de futuros aprendizajes. Sería como “etiquetar” positivamente en base a habilidades y capacidades que todos tendrían la posibilidad de poder demostrar, en tanto encuentren las mejores oportunidades para aprenderlas. Me acuerdo, por ejemplo, de las orquestas juveniles e infantiles en las que sectores vulnerables de la población se convertían en músicos ejecutantes de instrumentos y melodías que por mucho tiempo se consideraban de élite.
En tercer lugar, resulta ineludible seguir ocupándose de la formación inicial y continua de los docentes, así como de mejorar sus condiciones de trabajo. Respecto de la formación es imprescindible asegurar que maestros y profesores sepan y puedan enseñar en los escenarios educativos del presente.  Además de las habilidades técnicas que el “oficio” de enseñar requiere, necesitamos transmitir el compromiso social de nuestra tarea para con la educación de las nuevas generaciones, tanto como sentimientos de confianza hacia las posibilidades de la  escuela y de todos/as los alumnos/as que a ella concurren. No es lo mismo enseñar que no hacerlo o hacerlo de cualquier modo. No es comparable la potencialidad de la escuela frente a otras fuentes de donde también es posible acceder a los conocimientos y a la información. No es igual culpabilizar a los alumnos ante el fracaso que preguntarnos por nuestras propias enseñanzas. Estar involucrados en procesos que implican la transmisión sistemática de la cultura a los nuevos, ser contrabandistas de la memoria, traficar la verdad, nos coloca como artífices de una sociedad más justa. Por supuesto, las recompensas materiales y también simbólicas para quienes encarnan tamaña empresa tendrían que ser acordes.

Maltrato hacia la educación
Una nueva ola de reformas educativas parece estar avanzando sobre nuestro país a partir del último cambio de gobierno. Más que volver sobre los temas pendientes y/o profundizar en lo que se logró anteriormente, la ola reformista (en consonancia con lo que ocurre en otras áreas) se ha convertido en un tsunami que arrasa con todo lo existente, dando lugar a que los problemas que creímos superados salgan a flote. El maltrato hacia la educación materializado en el desmantelamiento, la interrupción o la restricción del universalismo de los Programas educativos, de sus responsables y referentes, el incumplimiento de las leyes nacionales vigentes, así como el corrimiento del Estado de su papel rector e impulsor de las políticas nacionales, no pueden sino afectar la educación, la mejora de las escuelas y con ella la justicia social y los derechos de todos los ciudadanos/as. 
Ante este panorama, cabe recordar los consejos de un viejo pedagogo: “la única manera de hacer que la educación importe verdaderamente es examinarla con cuidado, en una palabra, amorosamente”.

(*) Doctora en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires. Docente e investigadora del Departamento de Ciencias de la Educación de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).

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