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Los docentes reclaman un salario digno y desde las más altas esferas de poder se los desautoriza, se los critica y hasta se los agrede.
TENDENCIAS

Autoricemos a los docentes a enseñar

¿Cómo podría un adulto enseñarle algo a un joven si no cuenta con el reconocimiento para poder hacerlo? En cualquier caso, ¿quién se dejaría educar por alguien a quien no respeta? ¿Quiénes están “autorizados” para educar, enseñar, instruir; es decir, actuar sobre las personas?
Tales interrogantes que nos plantean la relación entre los mayores y las nuevas generaciones hubieran causado gracia allá lejos y hace tiempo. Me acuerdo de una “vieja” maestra normalista que en la escuela primaria que dirigía mandó a rapar a los alumnos que tenían piojos en sus cabezas, con la finalidad de que queden limpitos y prolijos y, de ese modo, se conviertan en sujetos dignos de habitar la patria y la escuela que para eso los formaba/disciplinaba. ¿Quién se hubiera animado a juzgar a Rosita (la directora-maestra) o a pedirle explicaciones? ¡Nadie! Los padres respetaban y hasta entraban temerosos al templo escolar, donde al parecer todos percibían que se jugaban cosas importantes. 
Hoy las escenas escolares son del todo diferentes y es en esta época, no antes, cuando el tema/problema de la “autoridad docente” ocupa y preocupa a maestros y profesores que en muchas situaciones perciben que no pueden hacerlo.
¿Qué no pueden? Enseñar. Porque el acto pedagógico se sustenta en posiciones de poder diferenciadas que hoy necesitan ser legitimadas; es decir, validadas y justificadas permanentemente en una relación social que se construye con otros. Una relación social que ya  no está garantizada simplemente por el hecho de ocupar una posición privilegiada en una institución que tampoco se visualiza como “sagrada”. 

Educar es el camino
En todos los tiempos, educar, enseñar, instruir implica una acción que lo mayores ejercen sobre los nuevos (niños, jóvenes) con la finalidad de formarlos, de transformarlos en algo distinto a lo que son para, finalmente, emanciparlos. Los humanos necesitamos ser cuidados, educados, ayudados, guiados para poder crecer y hasta liberarnos.  A diferencia de los animales, hombres y mujeres requerimos que se nos provea de herramientas vitales, culturales y sociales para estar en condiciones de actuar por nuestros propios medios, de pensar, de crear, de innovar y hasta rebelarnos de nuestros antecesores. 
A diferencia de antaño, para poder enseñar hoy maestros y profesores tienen que ser reconocidos como sujetos autorizados, dotados de autoridad para poder hacerlo. Es mucho lo que los docentes tienen que hacer a diario con sus enseñanzas de toda índole. Entre otras, dar a conocer sus acciones y decisiones,  justificarlas, negociarlas, lograr acuerdos con los alumnos y la comunidad en general. Además de estudiar, formarse y actualizarse permanentemente. Pero todo ello será insuficiente si su trabajo no está reconocido socialmente, si no es respetado y autorizado por el conjunto de la sociedad.
En una serie televisiva actual se juegan escenas en las que un profesor de nivel medio es insistentemente burlado por el grupo de alumnos, liderado por uno en particular. Es interesante notar cómo en la reunión de padres, Rita (la maestra a cargo de ese grupo) percibe que las actitudes de los padres “juzgando” al maestro en cuestión son del todo similares a las que manifiestan los adolescentes en las clases. Papás y mamás “educados” critican y hasta se burlan de las prácticas de un “viejo” profesor al que consideran obsoleto por no saber computación, por no saber interesar a sus alumnos, por resultar aburrido, etc. La desautorización y falta de respeto por el docente se hace evidente entre los adultos y cobra una relevancia particular entre los papás del alumno que motoriza las despreciables escenas que permanentemente lo ponen en jaque. ¿Cómo podemos pretender que los chicos reconozcan, respeten y autoricen a un docente a enseñarles cuando los grandes los desautorizan y ridiculizan?
Pero hay algo más. En los canales de aire y de cable de nuestra televisión local notamos por estos días que los maestros y profesores realizan distintas medidas de protesta en reclamo de un salario que les permita vivir dignamente. Frecuentemente los docentes se ven enfrentados a propuestas que distan de aproximarse a los reclamos requeridos y, para completar un cuadro de situación que de por sí resulta frustrante y desgastante, se les pega... Sí, se les pega. Un salario digno para los que enseñan, una escuela en condiciones y dotada de recursos para aprender, no son sólo insumos materiales de la educación. Constituyen símbolos que demuestran la importancia que la sociedad le asigna a la enseñanza y a sus docentes. ¿Cómo pretender que los chicos y los grandes reconozcan, respeten y autoricen a los docentes cuando los más Grandes de todos (los que ocupan las posiciones más altas y detentan el máximo poder en la esfera estatal) los desautorizan, los desvalorizan y les pegan? Y además, desprecian y desvalorizan la escuela pública siendo en nuestro país el espacio educador y emancipador por excelencia.


El tema es la autoridad
Sin tener en cuenta las diferentes aristas de una situación que es de por sí compleja en el presente, como lo es la autoridad docente y la autoridad de los adultos en general (en un mundo en el que se exacerban al extremo los derechos y las libertades individuales, en el que tanto los grandes como los chicos nos hallamos dubitativos y fragilizados, en el que la escuela perdió su monopolio sobre el saber y la cultura), difícilmente se pueda avanzar sobre las cuestiones vinculadas con la mejora de la educación y la enseñanza.
Necesitamos docentes autorizados (por sí mismos, por la comunidad y por quienes nos gobiernan) para enseñar. Necesitamos que se valore y se reconozca con prácticas concretas el valor aclamado a la educación. Necesitamos mejores escuelas, docentes bien pagados y formados, en fin autorizados, para enseñarles a los nuevos: a aquellos que necesitan de nosotros (los adultos, los que llegamos antes) para formarse, educarse, liberarse.  
No es sin escuelas ni sin maestros como se logra una sociedad más igualitaria, más justa, donde las oportunidades se amplíen y se hagan efectivas de manera sistemática y común para todos/as. Más que burlarnos, cuestionar, castigar o reprimir a los docentes tendríamos que ser capaces de  poner en valor y mostrar por todos los medios lo valioso y maravilloso de una profesión que, cuando se hace efectiva, logra la magia de transformar a las personas y a las sociedades. ¿No les parece que vale la pena intentarlo?


(*) Doctora en Educación por la Universidad de Buenos Aires; autora del libro: Los artesanos de la enseñanza. Editorial Paidós,  2017.

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